En Palmar de Ocoa, extasiados con la noche y frecuentes estrellas fugaces, mi hijo mayor, de nueve años en 1999, preguntó: “¿Dónde están los reyes magos?”. Señalé hacia el cielo, a las estrellas. Ambos niños sonrieron.
Les conté sobre la Epifanía, celebración anterior a Navidad en la tradición cristiana. Quizás fueron astrólogos de Persia o Mesopotamia, actualmente Irán e Iraq, atraídos a Palestina por una singular alineación de astros que cumplía una profecía mesiánica.
La primera vez que relaté aquel bellísimo recuerdo, cuando esta columna salía en el Listín, confesé mi miedo de que tal vez nunca dedicamos tiempo a las cosas importantes. Ocuparse de ello mide la responsabilidad y el carácter de cada cual.
Hasta agnósticos o ateos o disgustados con Dios, pueden romper la rutina para pensar o revisar asuntos trascendentes, planes, sueños, y cómo nuestras acciones impactan a quienes tenemos alrededor. ¿Los hacemos felices?
¿Les causamos penas? ¿Somos responsables? ¿Podemos explicarles a los hijos cómo nos ganamos el sustento? ¿Nos agrada lo que hacemos o lo que somos? Lo demás es cháchara y resaca.