Ser madre, esto es, engendrar, parir, criar, educar, formar hijos, es la experiencia más hermosa y gratificante que se pueda vivir; despierta los sentimientos más tiernos que anidan en un ser humano; solo pensar en serlo, envuelve la mujer en un aura de dulzura, ternura, llena el espíritu de alegría y felicidad, ¡la hace sonreír!
Los hijos deben ser deseados, buscado con amor, para llenar el hogar de alegría, convertirlos en la esencia, en el símbolo de la familia; por eso, sus padres se eligen, mutuamente, teniendo en cuenta el palpitar del corazón, pensando en unir sentimientos lindos que traigan ese bello tesoro, ese fruto de afectos, que son los hijos.
Cuando llegan, la madre, de manera instintiva, se convierte en celosa guardiana de su formación, en una especie de pararrayo con la capacidad de recibir y neutralizar todas las descargas negativas, para mantener el escenario despejado; para educarlo en un ambiente, sereno, seguro, donde se destaque lo positivo; para hacer de ellos, personas de firme personalidad, útiles a la sociedad; para que sean felices. Son metas que se buscan desde la urdimbre afectiva, desde que junto a su pareja hacen el plan de concebirlo, de traerlo a su núcleo de afectos.
Una madre, lo da todo por el bienestar de los hijos; no solo se ocupa de su salud física, cuida con esmero su salud mental, emocional; educarlos adecuadamente, debe ser la misión más importante de los padres responsables; estar pendiente de su entorno, de las fuentes de aprendizaje a las que tienen acceso para que no neutralicen las lecciones; darles no solo teorías sino prácticas; enseñarles con el ejemplo, lo que significa respeto, honestidad, dignidad, para que sus vidas fluyan con pasos seguros y firmes, por el camino del bien, ¡de la paz!
Una madre auténtica es aquella que no obstante las adversidades y limitaciones de su diario vivir, sus estrecheces o abundancia, alegrías y tristezas, en el caer y levantarse, le enseña a sus hijos, lecciones positivas; los educa sobre una plataforma de solidos valores morales, que le den seguridad en cualquier escenario que le toque vivir; los enseña a tomar las riendas de su vida, ¡a volar solos!, con la tranquilidad de saber que no importa donde vayan , serán útiles y ejemplares para la sociedad.
Indiscutiblemente, la misión de una madre nunca termina; esta siempre atenta, al quehacer de los hijos y dispuesta a ayudarlos, no importa el sacrificio.
A nadie sorprende que el llamado Día de las Madres, lo aproveche para desbordarles su amor; agasajarlos, mimarlos; para llorar o reír, si están lejos o cerca; para con íntimo contento, recordar hazañas en el proceso de formarlos; y, sobre todo, para agradecer a Dios, Todopoderoso, haber recibido la bendición de tenerlos.
¡Dios bendiga a todas las madres del mundo!, y permita que las que hoy añoran serlo, puedan hacer realidad ese bello sueño.