Ya entramos en los doce meses previos a las elecciones del año 2024. Eso quiere decir muchas cosas. Entre ellas, que ya circulan las encuestas privadas sobre el posicionamiento electoral de los partidos y sus dirigentes. Los datos más llamativos son los relacionados con las candidaturas presidenciales, por eso monopolizan la discusión. Pero más que esos, a mí me llaman la atención los relativos a la percepción que tienen los dominicanos de los políticos considerados individualmente. Con honrosas excepciones, esa impresión es mala.
Aunque opino que somos injustos con nuestros políticos en sentido general, no es este el lugar para discutirlo. Lo cierto es que esa percepción existe y pone en evidencia una creciente crisis del liderazgo político. En las décadas siguientes al ajusticiamiento de Trujillo, nuestros líderes políticos eran figuras polarizantes, pero respetadas aun fuera a regañadientes. Ese ya no es el caso.
Cada cual verá la causa de esto en los fenómenos de comunicación política que menos le gustan, o en la tendencia creciente de los políticos nuestros a ser versiones de la misma cosa. Pero lo relevante es el hecho de que no alimentan, como antes sí hacían, la esperanza y la imaginación de la gente. Nada de eso apunta a buenas cosas.
Pienso, desde mi desconocimiento del arte y la ciencia de la política, que sí hay cosas que se pueden hacer para ralentizar este deslizamiento hacia la crisis final del sistema de partidos. Por ejemplo, detener de una vez por todas esa forma de hacer política que pasa por la destrucción del otro.
Esa práctica, si es tomada en serio, inspira la intransigencia social. Si no se toma en serio, causa el cinismo de quienes terminan viendo la política como un teatro de pantomimas.
Estamos a tiempo, y los políticos dominicanos han demostrado con creces que son capaces de actuar desde la racionalidad democrática y la visión de Estado. Tenemos ejemplos en América Latina, todos espantosos, de sociedades que no tuvieron esa suerte. Se nos empieza a hacer tarde.