En su best seller “El shock del futuro” (1970), Alvin Toffler, pensador y futurista estadounidense, sugiere la idea de que todo un amasijo de elementos estará comprimido en un solo rollo en el futuro, que es justamente el tiempo en que vivimos, a juzgar por la fecha en que dio a la estampa su obra.
Entre ellos no podía quedar fuera, naturalmente, el concepto de identidad nacional de un país. La figura que más me impactó del libro fue cómo en el porvenir, o sea, en la actualidad, se nivelarán todas las diferencias o variedades culturales, políticas, económicas y religiosas de las naciones, que es lo que les da vida.
El mismo nacimiento de la República Dominicana estuvo mediatizado por la omnipresencia de potencias extranjeras, en especial los Estados Unidos y Francia por allá por el siglo XVIII, desde antes que Duarte forjara la nacionalidad dominicana.
Fueron los tiempos en que la primera envió sus primeros barcos a establecer relaciones comerciales con este país.
Thomas Hobbes, un clásico del absolutismo político, sostiene en su obra “Leviatán” (1651): “No podemos vivir en paz cuando el vecino de al lado es un verdugo”, en alusión a un país poderoso y sus designios frente a un país pequeño.
Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y el derrumbe del Muro de Berlín hay una sola nación que se levantó imponente de los escombros al que se había reducido Occidente después de la conflagración.
Es la que desde esa época establece las reglas del juego en el tinglado geopolítico, la única protagonista del escenario, esta vez apuntalada por la teoría neoliberal globalizadora y su fetiche el posmodernismo.
Esta última palabra es clave para entender la suerte que corre un país de economía dependiente y tercermundista como lo es la Patria de Duarte y todo lo que de ello se deriva.
Así las cosas, de repente nos encontramos con que los valores sobre los cuales se erigió nuestro país -que le costó tanta sangre y sacrificio- ya han perdido sentido desde la óptica del verdugo, porque a los únicos que les luce proteger sus símbolos patrios y culturales es a las grandes potencias.
Para la perspectiva del discurso imperial, la sola mención del término patria en los países pequeños es anatema, una mala palabra, un anacronismo, a ser despachado sin más con un sinfín de estigmas, prejuicios y etiquetas y duramente castigado por la burla y el escarnio en estas olas globalizadoras que arropan el mundo.
Tan brutal es la manipulación y el chantaje con que se maneja la verdad de las relaciones domínico-haitianas últimamente que quien profesa de inmediato un profundo amor a sus raíces culturales e históricas, o es un fascista, o neonazista, o nazinacionalista, o antediluviano, esto, sin que tenga derecho al beneficio de la duda siquiera.
En otras palabras, la misma vieja historia de Sartre de que “El infierno son los otros”, se repite incesantemente.
La imagen de la totalidad de los países que tocan un mismo son alrededor del más poderoso de ellos nos recuerda la expresión bíblica “Toda la tierra era un solo labio” (Gn. 11:1), esto es, un solo espíritu, en torno a la torre de Babel. Como se sabe, conforme al mito bíblico, todos los pueblos de la Tierra hablaban una misma lengua antes de que se produjera aquella gran confusión, o sea, todos giraban alrededor de un solo poder.
Entendemos que Toffler ha acertado en su visión globalizadora de las diferencias de los países.
El futurista anunciaba el fenómeno de la mundialización que vendría después. Ahora cada cual baila, como se hacía antes de los tiempos babélicos, al ritmo de una misma lengua y una misma cultura, las del Imperio, incluidos los propios países europeos, paradójicamente con una enorme riqueza histórica y cultural que a nadie ni a nada tienen que envidiar, sin embargo subordinados al país más poderoso del globo.
Solo así podría entenderse el absurdo del porqué la República Dominicana y Haití tengan que unificarse, país este último en oposición al cual nos definimos como nación el 27 de febrero de 1844, y reforzada en su separación en batallas posteriores contra ese mismo territorio, el cual no existe sino en la mente de sus elites mafiosas.
Por lo visto, de nada ha valido argumentar que la República Dominicana y Haití son dos pueblos con culturas, lenguas, religiones y tradiciones distintas, a no ser por un motivo estrictamente imperial, o neocolonialista, en el sentido de que esos dos países deben fusionarse como una manera de resolver la tragedia secular haitiana, no importa si se hace en desmedro de la República Dominicana como pueblo.
Sin duda que la ideología de la globalización hace tabla rasa de las diferencias culturales, económicas, políticas y religiosas de las naciones.