Una de las cosas que más disfrutaba cuando era niño era bañarme bajo un aguacero. Desde que tengo memoria, la magia de la lluvia despierta en mí una dulce y agradable sensación.
Lástima que, ya hombre, el trabajo, los compromisos y los complejos hacen que uno se tenga que inhibir de esa rica experiencia. Aún así, siento que amo la lluvia. Y no es que para mí la lluvia sea bendita. Creo que es mucho más.
Es uno de los regalos de la madre natura, una caricia, un aporte esencial a la vida en el planeta. Pero esa misma lluvia que nos refresca, que baña los campos y los hace más fértiles, que llena los embalses de las hidroeléctricas que sirven para generar aproximadamente el 12% de la electricidad que consumimos en el país, esa lluvia que nutre a los ríos, también es capaz de provocar serios daños, sobre todo cuando el hombre, movido por la necesidad, la ignorancia o la temeridad, levanta asentamientos en el lugar equivocado ante la mirada indiferente de las autoridades correspondientes. Sobre todo, las lluvias torrenciales, como las provocadas por la tormenta tropical Laura, tienen la costumbre de poner al desnudo todas nuestras miserias.
Y no hay que salir de la capital para ver esta realidad, que no es más que el reflejo de ese déficit de dos millones de viviendas, que según estudios de Oxfam y Casa Ya hay en el país. Con los grandes aguaceros vienen las inundaciones que convierten la ciudad de Santo Domingo en un caos y quienes tenemos la dicha o la desgracia de tener un vehículo nos recuerdan que tenemos un sistema de drenaje pluvial deficiente.
Y en los sectores marginados, allí donde millares de familias paupérrimas han construidos sus «casas» en desfiladeros, muchas veces en el mismísimo cauce de una cañada o a orillas de los ríos Ozama e Isabela, cuando el cielo se nubla, sobre todo entre junio y diciembre, los olvidados del crecimiento económico viven con el corazón en la boca.
Nunca se sabe cuándo habrá que salir con los corotos y los hijos a refugiarse a la casa de un familiar, un vecino o a algún albergue, si es que antes el agua no los sorprende de madrugada y les daña sus pocas pertenencias. Hay familias que llevan décadas en esa situación.
Esa gente, porque son gente, vive «agarrada de Dios». Por sus sucios callejones pasan cada cuatro años los candidatos ofreciendo villas y castillos, algunos les sueltan algunas migajas a cambio de un voto que les permita gaviarse cuatro años en el Poder. Ojalá eso comience a cambiar a partir de ahora.
La muerte de una señora y su hijo en el kilómetro 14 de la carretera Duarte, y el colapso de varias casas en el sector Los Ríos, son apenas un recordatorio de la inmensa deuda social acumulada.
A las víctimas de estos aguaceros de la tormenta Laura les saben a basura las estadísticas del Banco Central cuando plantea que República Dominicana es el país de mayor crecimiento económico en la región (lo cual es verdad, ¿Y?).
Todas las palabras de los tecnócratas, de las bocinas, de los cuadros del partido, de los ignorantes y de los alabarderos de los gobiernos que hemos tenido en medio siglo son arrastradas como un torrente de baba por cualquier aguacero de dos o tres horas.
Lamentablemente, la lluvia tan amada como necesaria, también desnuda nuestras miserias. Porque a la madre natura no se le puede mentir.