Todos y cada uno de nosotros, en sentido general, trabajamos mucho y descansamos poco, y si ponemos en balanza el tiempo que tenemos y en qué lo invertimos, llegaremos a la conclusión que dedicamos mucho más horas a la labor productiva, situación inevitable por el alto costo de la vida y las exigencias laborales, que al esparcimiento y convivencia familiar.
Y, sin lugar a dudas, nos asalta la preocupación de si vamos bien o si, al pasar los años, nos llegará una factura que no podremos pagar.
Sacar tiempo para mi, de manera exclusiva, es como pensar en montarse en una nave espacial y volar por el universo, pues el tiempo para el trabajo y la familia, y a veces para los amigos, de manera indefectible están en mi agenda.
No es queja, no creo que pueda quejarme, pues he aprendido a dar justo valor a las cosas y calidad de tiempo a todo lo demás que no es trabajo.
Pero ayer, después de oír a mi colega y amiga Ana Mercy Otáñez, al concluir un fin de semana para nosotras, ya una regla entre ambas después de cada evento de Encuentros Interactivos, para descansar y pasar balance, sin los hijos, quién me decía, con cierto reclamo, que teníamos pocos espacios como estos para desconectarnos.
La escuché y dejé que se desahogara. La miré y le dije: “Sabes por qué no puedo estar de acuerdo contigo, aunque como seres humanos tendemos a quejarnos siempre, porque, a ambas, con descanso o no, nos gusta lo que hacemos, nos apasiona la comunicación y hemos incluido en nuestras vidas cosas, labores y personas que nos causan alegría y felicidad.
El cuerpo se cansa, pero el espíritu y el alma no lo hacen”. Ella me mira, se ríe y me dice: “Dios, no lo había visto de esa manera. Es cierto, pero quiero más tiempo como estos”.