La semana pasada, la Segunda Sala de la Cámara Penal de la Corte de Apelación del Distrito Nacional emitió una sentencia que varió la medida de coerción impuesta a uno de los principales imputados en un caso de corrupción.
Este exfuncionario, que en su momento fue el principal responsable del órgano de persecución del delito, es alguien de quien, en su momento y por razones ajenas a su posterior encausamiento, solicité por este mismo medio la destitución, cosa que merecía sobradamente.
Nada de lo anterior puede hacernos perder de vista que es un ciudadano cuyos derechos deben ser garantizados por el sistema de justicia.
La corte, a petición suya, ordenó que dos veces a la semana se le permita acudir a su oficina, abandonando así temporalmente la residencia en la que cumple arresto domiciliario, después de haber agotado los dieciocho meses de prisión preventiva que la ley permite.
El Ministerio Público reaccionó con la peor de las formas legalmente posibles: reconoció que el imputado tiene derecho al trabajo, pero añadió que la corte hizo mal en amparar ese derecho porque, colige, tendrá que hacerlo con todos los demás presos preventivos. Un miembro muy relevante del Ministerio Público señaló en las redes sociales que se trata de parte de la “jurisprudencia de la corrupción”.
El galimatías es de antología. ¿Cómo es posible reconocer que la corte amparó un derecho, pero criticar su decisión porque abre la puerta a la obligación de respetar el derecho de todos los demás sometidos a medidas de coerción? ¿No es acaso para tutelar derechos que existen los tribunales en las democracias constitucionales?
¿Puede justificarse que el Ministerio Público pretenda que los imputados sean tratados como condenados pese a que contra ellos aún no media sentencia definitiva?
Es claro que el Ministerio Público entiende la prisión preventiva y el arresto domiciliario como anticipo de la sentencia definitiva, algo incompatible con nuestra Constitución y leyes. Preocupa que el órgano persecutor piense que la ley sólo sirve como martillo, y no como protectora de derechos.
Esta visión va más allá del ya trágico populismo penal: considera a los ciudadanos objetos de la acción del Estado, pero no los reconoce como sujetos de derecho. Obviamente, transitamos un camino más peligroso de lo que pensábamos.