Es una real manada en expansión de distinta procedencia. Algunos de sus integrantes vienen de profesiones liberales en las que no pudieron abrirse espacio, ya sea por incapacidad o falta de oportunidades.
Otros cruzaron la frontera de la política, de oficios de baja calaña y hasta de la prostitución para asentarse en un terreno donde han florecido.
Y lo han logrado -si el éxito se mide sólo por los ingresos que mueven y la claque irracional que prodiga aplausos a cada una de sus barrabasadas- bajo las etiquetas de “comunicadores” y de “influencers”, a sabiendas de que se trata de entes que no transforman ni provocan cambios favorables a la sociedad.
Viven en un ecosistema de ruidos, su rol -como ellos mismos han acuñado sin rubor alguno- es causar sonido sobre sus propias figuras o acerca de terceros. Sus armas no son los aspectos conceptuales sino el desenfreno verbal primitivo, el lenguaje selvático.
Como carecen de ética y formación ni tienen criterios de la comunicación como ciencia, nada los contiene para asesinar reputaciones a malsalva o ejercer el sicariato moral, que es la nueva industria de esta democracia fallida.
Estos altoparlantes del insulto invaden los medios de comunicación, especialmente radio y televisión, con anclaje en perfiles de redes sociales, aprovechando que un sistema relajado, con débiles cimientos institucionales, sirve de cobijo y a veces es elástico para acomodar a quien no debe.
Lo peor es que hay quienes, profesionalizados, establecidos en el mundo formal de los negocios y la política, compran el desenfado y la lengua viperina de estos especímenes con el propósito de sembrar pánico en los contrarios, echar cubos fecales sobre nombres públicos y hablar por boca de gansos, logrando así un comodín para su cobardía.
Son verdederos delincuentes de opinión pública, una banda estructurada que en algunos casos incluye a miembros de una misma familia.
El fenómeno parece no llamar la atención y lo admitimos como parte del paisaje y de la poca fe que tenemos en las instituciones, las relaciones civilizadas y la convivencia para la solución de controversias. No andamos bien.