Hartos de que vivan culpando a otros por sus incapacidades, de que hayan robado miles de millones de dólares donados desde el terremoto y la cómplice indolencia imperdonable de sus élites, la comunidad internacional ha tratado de sacarle el cuerpo a la incesante involución de Haití, hacia la barbaridad antediluviana.
El bandolero Barbecue y el narcotraficante Phillipe lograron la renuncia de Ariel Henry. Su territorio, sin ese tenue gobierno ilegítimo ahora inexistente, acusa una absoluta ilegalidad.
No hay autoridades. Mandan las bandas criminales, narcotraficantes y demás escoria. Más del 50 % de once millones de haitianos pasa hambre.
La tasa de homicidios está casi triplicada desde 2021. Una reportera británica cuenta que cuando visitó Puerto Príncipe ese año, todos los haitianos con quienes conversó buscaban irse del país.
Todos quienes podían se fueron, hasta los pocos diplomáticos que quedaban.
Desde nuestra guerra de 1844, nunca ha estado nuestra república tan amenazada por un desbordamiento de las masas desesperadas de ese desdichado e inviable país.
Puede parecer cruel, pero complacerlos y dejar que entre ellos mismos resuelvan sus querellas quizás es lo que las potencias y la comunidad internacional deben hacer. Y para acá que no vengan a inventar.