Defensa de la libertad democrática

Defensa de la libertad democrática

Defensa de la libertad democrática

Sin libertad no hay crítica. Sin un clima de respeto a las ideas en circulación es imposible pensar en una sociedad democrática.

Es el debate ideológico, el que realmente trasciende los sistemas de partido y la dinámica social de los poderes políticos.

Las consignas, las firmas y las protestas en sí mismas no contribuyen a profundizar el discurso ideológico que amerita el sistema democrático.

En ocasiones, lejos de enriquecer la circulación de las ideas -oxígeno de las leyes de la convivencia democrática-, entorpecen su funcionamiento y su decurso.

La misión de la crítica reside en defender la libertad conquistada y preservar sus alcances. Antes que hacer la crítica de un gobierno, debemos hacer la defensa de la preservación del estado de derecho, que nos garantice la paz pública y el progreso institucional.

La crítica ha de constituirse en el motor esencial de una sociedad libre y en el combustible del cambio social. Sin libertad no habrá cultura democrática.

La política demanda un pensamiento que transparente la acción pública y la administración del estado, pero debe trascender la figura de un partido de Gobierno.

La libertad siempre sobrevivirá y se superpondrá a los sistemas políticos. Supera, en efecto, los totalitarismos, pues es subversiva en sí misma. La libertad genera libertad. Si no es vigilada por la crítica, la democracia puede desembocar en la autodestrucción de la libertad misma. No siempre la libertad nos conduce a la democracia.

A menudo, ha caído en el abismo del populismo autoritario o en la dictadura. O en el caos de la inestabilidad política y en el vacío de poder.

El problema esencial de toda sociedad democrática, en un régimen de derecho, se sitúa más allá de un partido en el poder. No debemos pensar la democracia al margen de la libertad crítica.

Todo régimen democrático se define, y se concibe como tal, a partir de su concepción de la libertad y del respeto a los derechos individuales de la persona humana.

Los partidos y los gobernantes no quedan: quedan y trascienden las sociedades, las instituciones y las civilizaciones. La calle empobrece el debate político; los claustros lo politizan; las consignas y las manifestaciones no se discuten: se discuten las ideas, que son el antídoto contra los autoritarismos y los dogmas ideológicos.

Son las ideas las que, en realidad, fortalecen la democracia y el sistema de partido, y las que contribuyen a la creación de un clima social de convivencia pacífica, vital para el progreso de cualquier sociedad moderna.

Defender la democracia es abogar por la libertad y por la instauración de un tiempo plural, en el que converjan las libertades civiles de expresión y la política del espíritu humano.

La democracia política se sustenta en la alternabilidad y la independencia de los poderes públicos, pero, para ser moderna, tiene que desarrollar y permitir un pensamiento crítico que la oxigene,y que sirva de antídoto contra la intolerancia para evitar caer en el laberinto del populismo o retroceder al totalitarismo de izquierda o de derecha.

Dos enemigos la acechan: la dictadura y el populismo, ese “nuevo enemigo”, como lo acaba de calificar Mario Vargas Llosa. Salimos en 1989 del comunismo totalitario.

Ahora nos reta el populismo, de matiz mesiánico, un fenómeno que nace en el siglo XXI, y que posee un ropaje nacionalista y proteccionista.

Es una vertiente nueva de la pasión política, que se cultiva y gesta en el seno de masas insatisfechas con sed de progreso y deseo patriótico. Es discurso que se anida en el inconsciente colectivo del pueblo y que lo atizan los líderes carismáticos.



TEMAS