El 25 de julio de 1968 Pablo VI publicó la Carta Encíclica Humanae vitae. El documento fue antecedido de un profundo debate entre teólogos y pensadores católicos sobre temas como el aborto, los anticonceptivos, el crecimiento de la población y sus implicaciones éticas. El mismo documento en su acápite 5 señala el debate que estaba en curso procurando establecer desde la misión de la Iglesia una respuesta a esos temas.
“La conciencia de esa misma misión nos indujo a confirmar y a ampliar la Comisión de Estudio que nuestro predecesor Juan XXIII, de feliz memoria, había instituido en el mes de marzo del año 1963. Esta Comisión de la que formaban parte bastantes estudiosos de las diversas disciplinas relacionadas con la materia y parejas de esposos, tenía la finalidad de recoger opiniones acerca de las nuevas cuestiones referentes a la vida conyugal, en particular la regulación de la natalidad, y de suministrar elementos de información oportunos, para que el Magisterio pudiese dar una respuesta adecuada a la espera de los fieles y de la opinión pública mundial.
Los trabajos de estos peritos, así como los sucesivos pareceres y los consejos de buen número de nuestros hermanos en el Episcopado, quienes los enviaron espontáneamente o respondiendo a una petición expresa, nos han permitido ponderar mejor los diversos aspectos del complejo argumento”.
El argumento central en debate es expuesto en el acápite 14: “En conformidad con estos principios fundamentales de la visión humana y cristiana del matrimonio, debemos una vez más declarar que hay que excluir absolutamente, como vía lícita para la regulación de los nacimientos, la interrupción directa del proceso generador ya iniciado, y sobre todo el aborto directamente querido y procurado, aunque sea por razones terapéuticas”. Este es el argumento fundamental en que la Doctrina de la Iglesia se fundamenta para rechazar el aborto en todos los casos. Todos los católicos por convicción debemos estar en contra del aborto.
Pero el tema no se agota en el aborto. La defensa de la vida, tanto en la Doctrina de la Iglesia, como en el Humanismo Cristiano, parte de un principio fundamental, la vida humana es un don de Dios y debe ser respetada desde su concepción hasta su final natural. Por tanto, viendo el otro extremo, la Iglesia rechaza toda forma de Eutanasia. Y entre la concepción y la muerte se debe defender la dignidad de la vida humana en todas sus etapas. Esto último genera muchas contradicciones entre quienes se oponen al aborto pero defienden la pena de muerte, o entre quienes se oponen a ambas pero aceptan de buen grado la explotación laboral, definida por Carlos Marx en su teoría de la plusvalía, que es de hecho una forma de negación de la dignidad de la vida humana.
Hoy que asistimos a medidas tan graves como el rapto de niños de sus padres por parte de las autoridades de Estados Unidos en su combate a la emigración ilegal, muchos movimientos anti-abortistas han guardado silencio, o por seguir un cierto nacionalismo chovinista la defienden. Incluso frente a las posturas del Papa Francisco en defensa de los emigrantes pobres muchos católicos rechazan esa medida sin entender que entra en contradicción con la defensa de la vida humana.
La vida humana, si tomamos integralmente la Doctrina de la Iglesia, debe ser respetada en todos sus momentos y defendida contra todas sus amenazas. Evoco el documento que los Obispos Dominicanos elaboraron en enero del 1961 frente a la tiranía trujillista donde detallan los derechos que deben ser respetados por todo gobierno, incluida la vida, la emigración, el trabajo, la integridad personal, entre otros. Por tanto la defensa de la vida, si es consecuente con la Doctrina de la Iglesia, no debe agotarse en el aborto. Hacerlo provoca una seria inconsistencia con la finalidad última de la misma que es la defensa de la vida en todas sus dimensiones.