Hay un síntoma que precede al suicidio colectivo y que está atacando a la mayoría de las sociedades postmodernas: los ataques a la familia.
En estos tiempos «progresistas», las amenazas contra la familia como institución que protege y forma a los seres humanos han llegado a los extremos insospechados.
Dichos ataques provienen de varios frentes. Es como si se hubiera declarado la guerra a la institución que acuna lo mejor de los seres humanos. Esa guerra se expresa en atentados contra el matrimonio, la vida, la unión y el rol familiar.
ualquier adefesio relacional pretende equipararse a un matrimonio. Debilitan la familia, las amenazas a vida que no solo acaban con la existencia del no nacido sino que convierte a las mujeres que abortan en muertas en vida sin paz ni esperanza. Asimismo, la unión de la familia tiene como enemigo al celular y el Internet como gran competidor del afecto y el diálogo entre cónyuges, padre e hijos y hermanos.
Lastres sociales superados hace cientos de años resurgen como reivindicaciones de avance y desarrollo social a costo de la degradación, la decadencia humana y la amoralidad.
Para colmo, ya en algunos países, los abanderados de la defensa a la familia se están convirtiendo en el blanco de discursos de odio y persecuciones en nombre de la defensa de los derechos.
Estamos viendo estupefactos cómo la intolerancia de los tolerantes está calando a todos los niveles poniendo en peligro las bases de la cultura occidental.
Como nos dice el papa Francisco, hoy, la familia es despreciada y maltratada. Pese a ello tenemos que «reconocer lo bello, auténtico y bueno que es formar una familia, ser familia hoy; lo indispensable que es esto para la vida del mundo, para el futuro de la humanidad”.
Si no salvamos la familia estamos condenados al fracaso civilizatorio. Y esto no es un discurso retrógrado o de conservadores. Es evidencia científica. Las civilizaciones que han destruido la institución familiar hoy son parte de la historia de las sociedades decadentes y extinguidas.