Rafael Nadal ha ganado por decimosegunda ocasión el abierto francés Roland Garros, la catedral ocre del tenis.
Dueño es el manacorí de un tenis de características que se originan en su defensa de fierro, y una derecha llena de efectos que complican la existencia de inmortales como el propio Roger Federer.
Pero mis loas más significativas van dirigidas a su mentalidad: como nadie en este deporte, y solo comparado con Michael Jeffrey Jordan-huelga decir quién es, ¿no?- juega el punto a punto. Cada saque, cada desplazamiento es una batalla campal, es la final de la copa del mundo decidiéndose por penales. Un hambre de ganar que no conoce parangón.
Sin embargo, no sé si es saludable decir: «tú puedes ser Nadal», “trabaja mucho, replica su método». Pienso que una persona como él, nace dotado. Uno en un millón. Es mejor trazar su propio camino, amando lo que hace tu admirado atleta, pero entendiendo que perder no está mal. Y si no quieres volver a intentarlo, tampoco está mal. ¿Por qué obsesionarse con el éxito? Si todos quieren ser grandes famas -en el mejor sentido Cortázar-, ¿quién pagará las cuentas?