Madre, aunque tal vez en alma y sin cuerpo ya estés distraída, y no me escuches, porque deben deleitarse las almas por las sendas prodigiosas de la eternidad, te confieso, madre, que con la partida final de la tía Consuelo, la madame Sosostris de los Mármol, último eslabón que nos amarraba a nuestros ancestros, me sentí el huérfano más triste y solitario de la humanidad.
Huérfano de ti; huérfano antes de mi padre, cuyas últimas dos lágrimas deslizadas por la muerte, todavía me duran como espinas de hielo en el corazón.
Todo fue tan súbito y devastador. Huérfano de padre, de madre y de todos sus hermanos de ambas orillas. Huérfano sí, hasta de la orfandad. Aunque, no vacío.
He aprendido de la muerte su costumbre y del dolor advertir puedo la fatiga de su filo. Sin embargo, no he encontrado la manera de que un diciembre sin ti no me lleve hasta ti, madre, hasta el suave sonido de tu voz y el sabor de los aromas que a mi padre gustaba echar al aire, con los granos de café en la terraza y las tabletas, delicadamente envueltas en traslúcido papel de celofán, del mejor chocolate que unas manos pobres podían amasar.
El pan de Genaro, calentito, oloroso y suave anunciaba el despunte del alba en los barrios veganos.
La muerte no solo significa la desaparición de sí como presencia corpórea, como pensamiento, sentimiento y voluntad activos.
La muerte es también la construcción simbólica de un otro, de una otredad que reúne del sí mismo desvanecido, diluido en la no presencia, su mejor y más elevado tú.
Morir no se reduce a desencarnar el alma como negación pura y simple de la omnitud del ente -diría Kierkegaard-, como afirmación desposeída de la fuerza de la nada, sino que morir da sentido a una dimensión etérea, no presente del ser que ha confluido con el espectro misterioso de la muerte, para hacerse futurición.
Mis padres y mis tíos han fallecido todos, convirtiendo en pasado y aparente pérdida una generación completa de frondosos y firmes robles; diluyendo las raíces, mermando el caudal de certeza y el tesoro de enseñanzas que nos legaron.
Pero también, han pasado a ser la positivización de unos ideales y afectos tan grandes y entrañables, que solo con el amor a nuestros hijos, sobrinos y nietos -nuestra descendencia- y con la valoración del anhelo de un futuro más promisorio y sostenible para el ser humano y el mundo se hacen comprensibles, esperanzadores, alcanzables.
Por la intangibilidad de mis recuerdos se pasean, tan vivos como si aún estuvieran con nosotros, las voces, los rostros y los ademanes inconfundibles de cada uno de los integrantes de una familia que me vio nacer, crecer y que uno a uno hemos debido, como actual generación axiológica y emocionalmente decisiva, cuidar en sus lechos y montar despacito, con monedas en sus frentes, en la barca de Caronte, el barquero del brillo infernal, para cruzar, con asiento pagado y con dignidad, el río Aqueronte de la vida, los temores y los sueños, sin que sus almas tengan que deambular penitentes por un siglo, a falta del pago del boleto de partida.
Como individuo, queridos madre y padre, estoy conminado a ser, a confiar en lo que ustedes hicieron de mí, a luchar, luchar.
Sin embargo, cada marzo, cada diciembre, me trasladan a su memoria y a la de todos ellos, mármoles y peñas de amorosa corteza, sabio silencio y tierno corazón. Morir no es solo desaparecer de sí. Es también la forja de lo mejor del otro que todavía es y que vendrá.