La vida me ha enseñado a ser prudente. Confieso que a base de muchos varapalos, porque normalmente mi pasión va más rápida que mi cerebro.
Eso me pone a pensar en cómo esta sociedad nos obliga a ajustarnos para encajar. No quiero usar la palabra cambiar, más bien es sobrevivir. Veo, por ejemplo, a mi hijo, a quien a veces le cuesta hacer lo que hacen los demás. Yo le motivo a integrarse por el hecho de que sociabilice, pero me queda el resquemor de si hago o no lo adecuado.
Somos seres sociales, es verdad, pero… ¿debemos repetir para ser aceptados?, ¿debemos ir en contra de lo que somos para no ser dejados de lado? Dirán que la respuesta está en los valores, principios y demás. Pero a veces son cosas tan sutiles, tan poco medibles, que no es tan fácil discernir el camino.
Los grandes avances han venido precedidos de personas que se han salido de la norma en la mayoría de los casos.
Pero se juzga a quien es diferente, se le sentencia y hasta se le aisla. No quiero eso para mi hijo, pero tampoco quiero apagar su esencia. Es algo para lo que todavía no tengo respuesta.
Intento equilibrar en función de aquello que entiendo es mejor para él y, claro está, le dejo decidir también. Pero mirando hacia adentro y recordando cómo era y cómo soy me doy cuenta que al final tengo mucho de la niña y mucho de la adulta, que he dejado sueños como sueños y metas que no creo que alcance, pero también he logrado muchas otras cosas.
Sigo sintiendo que tengo mucho que aprender y por lo que luchar, pero sobre todo que los cambios han sido positivos, hasta los negativos. Al final, eso es lo que cuenta.