De abuelos y nietos

Nacemos, crecemos, nos multiplicamos, envejecemos y morimos. Es el ciclo natural de la existencia humana. El proceso de regresión vivencial nos hace ser muy parecidos entre el principio y el fin, por lo que el niño y el viejo tienen tantos elementos comunes que resulta difícil separar sus comportamientos. Con razón la filosofía popular señala que el nacimiento es el punto doloroso de un gozo creativo, mientras que el envejecimiento es la satisfacción previa a un final fatal.

Todo esto nos pone en contexto de la abuelidad, concepto acuñado por la psiquiatra y psicoanalista argentina Paulina Redler, para denominar a la relación y función de los abuelos con respecto a los nietos, y los efectos psicológicos del vínculo.

Esta relación de segundo grado de consanguinidad nos permite ver y comparar la forma como criamos y educamos a nuestros hijos, en medio de un tortuoso proceso de desarrollo y aprendizaje. Los nietos son el escape emocional a las falencias que tuvimos, y descargamos en ellos un cariño sin medida, como pago de una deuda pendiente que tenemos con sus progenitores, y así retribuir los excesos de una crianza equivocada.

Le damos a los nietos lo que le negábamos a nuestra prole. Ahora tenemos tiempo para sus ¨boberías¨ y nos gozamos las malcriadeces por las que castigábamos a nuestros hijos. El cargo de conciencia nos agobia. Crece la necesidad de expresar en ellos las ausencias emocionales que no exhibimos cuando los nuestros eran pequeños, y satisfacemos sus deseos, por más extravagantes que sean.

La abuelidad es una etapa divina, un refugio donde se guarece la gente mayor, que como dice el cantante español Manolo Galván, sobra en todos los sitios. En ella conseguimos la tranquilidad espiritual indispensable para endulzar nuestro yo interior, y ver en el marco del espejo de la vida, el reflejo físico y genético de nuestros nietos.