En compañía de Daniel el “Cantautor”, como él mismo se apodaba, el camino hacia la capilla resultaba más llevadero. Con tan entretenido acompañante los veinte minutos de distancia transcurrían con rapidez y se hacían agradables.
Durante años el protocolo fue el mismo: juntarse con Daniel a la puerta de la casa curial, empezar a caminar, saludar a la gente que acostumbraba levantarse temprano para su quehacer diario, y escuchar los relatos de los éxitos artísticos de mi fiel acompañante.
Casi a diario, algunos de esos éxitos eran interpretados a capela por el artista de barrio, no suficientemente valorado, pero más que ufano de sí mismo y de su capacidad como cantante.
Una de esas madrugadas nos encontramos cara a cara con el Payo, quien se ganaba desde temprano la “chatica” y el pan de cada día, parqueando vehículos frente al hospital del barrio. Un breve saludo mañanero abrió las puertas para una amistad que duró años.
El Payo era un hombre culto, a pesar de su apariencia esquelética que respiraba abandono. Me decían que había hecho una carrera universitaria y las sorpresas de la vida lo habían llevado al estado de postración humana en que se encontraba. Situación que él asumía con hidalguía estoica, por lo que aparentemente no ameritaba del ejercicio profesional de un siquiatra. Un cliente menos.
El Payo se hizo nuestro amigo y, poco después, comenzó a darse el lujo de acompañarnos una parte del camino hacia la capilla. Esta compañía fue prolongándose hasta llegar a la misma puerta del lugar sagrado, donde ya la gente esperaba la presencia del sacerdote para el inicio de la misa mañanera.
Pero, ¡oh milagro! Un día el Payo superó el umbral de entrada de la capilla y comenzó a quedarse en parte de la misa, sentado en la zona trasera del recinto sagrado, tal vez porque no se sentía digno de ponerse en la parte delantera o también porque esto le facilitaba salir, de vez en cuando, a darle un beso a la “chatica”.
Nunca habíamos tratado con el Payo el tema religioso, dejándolo expresarse libremente sobre los más variados asuntos de su interés. Pero un día, mientras caminábamos, nos sorprendió, en forma enfática y solemne, diciéndonos: “Oiga, padre, lo que le voy a decir: yo estoy buscando a Dios, pero… ¡De a poquito!
Y repitió, casi sazonando las palabras: “¡De a poquito! ¡De a poquito!”
Al principio, de primer impacto, me pareció una forma jocosa de justificar su distanciamiento de las cosas de Dios. Pero un análisis más profundo de sus palabras, abrió mi mente a un horizonte teológico de un contenido pastoral ideal para acercarme al misterio de la psicología religiosa de cada ser humano. Su respuesta me hizo pensar.
Pensé que es de a poquito como vamos acercándonos al misterio de Dios, en la rutina y camino humilde de cada día.
Mientras más rápido estamos convencidos que vamos, tal vez más lejos se hace la distancia.
Al oír el testimonio del Payo, me quedó más claro el pecado del fariseo, pues de seguro consistía su falta en pensar arrogantemente que su camino hacia Dios era rápido y su crecimiento en santidad dejaba atrás, tirado por el suelo, a cualquier publicano que se atreviera a hacerle competencia.
Comprendí también por qué Jesús alabó la actitud del publicano, quien buscaba al Señor con humildad sincera. Como el publicano, también el Payo se sentaba en la parte trasera del templo, reconociendo con humildad su distancia del misterio infinito de Dios, pero con la firme decisión de buscarlo,aunque fuerade a poquito.