La honestidad es el resultado de una elección personal. Es una manera de actuar que adoptamos libremente porque consideramos que es lo mejor.
Ser honesto significa decidir que vamos a conducirnos con rectitud, justicia y honradez frente a los desafíos que nos plantea la realidad; quiere decir que no vamos a mentir, robar, engañar o hacer trampa, aún cuando esto nos pueda producir algún beneficio.
Y con todo esto en la cabeza, lo lógico es reconocer que todos estamos capacitados para reconocer qué acciones son buenas y distinguirlas de las malas: nos lo dice nuestro pensamiento y corazón.
Por eso, al ver el día a día, y reconocer en personas que conozco la falta de lealtad, el olvido de la palabra empeñada y el compromiso olvidado, mi indignación crece y se multiplica, pues sacrificamos esos valores que han sostenido a la humanidad por el ansia de poder, la acumulación de bienes o porque otros nos susurran al oído lo que contienen sus podridos corazones.
Lo peor es ver como esas personas sin personalidad se dejan arrastrar justificándose en el argumento de “me lo han pedido”, para traicionar a quienes le han apoyado, con quienes se han comprometido y antes quienes han perdido y reconocido su derrota, pero, por el “asesoramiento de otros” deciden enfrascarse en una lucha de poder, donde la mayor pérdida será la renuncia a esos valores que se quieren inculcar en sus propios hijos, en las generaciones más jóvenes.
Ahora me pregunto: ¿de qué nos sirve ganar fama, poder y dinero, si lo más importante, nuestra integridad, se ha perdido en el camino? Recordemos que tanto lo mucho como lo poco siempre se hará visible.