Personalmente creo que la vida no tiene precio, pero ese no es el pensar de todo el mundo.
Sin ir más lejos, aquí en la República Dominicana estamos asistiendo a un festival de homicidios y suicidios que pone los pelos de punta, sobre todo cuando nos enteramos de que el móvil del crimen es sencillamente arrebatar un teléfono o robar a la víctima “lo que aparezca”, por insignificante que sea.
En otras palabras, la vida no vale nada. Esta conclusión me conduce a filosofar más profundamente sobre la presencia y la ausencia de esas cosas que llamamos vida y muerte.
¿Dónde reside la vida? ¿Adónde va a parar cuando el cuerpo queda vacío?
Hace muchos años leí algunos libros del sabio Camilo Flammarión en los que éste narraba algunos experimentos hechos por él con langostas y esperanzas, a las cuales les quitaba la cola, el cuerpo o la cabeza, comprobando que en cada caso lo que quedaba del animalito continuaba moviéndose, o sea con vida.
Las religiones tienen su manera de explicar el misterio; la ciencia tiene la suya. Entre una y otra explicación me sigo preguntando por qué nos atrevemos a quitarnos la vida unos a otros, sin pensar en las consecuencias de la alteración que provocamos en el orden supremo del universo.
Debo terminar estas reflexiones con algún concepto positivo. Lo que no entendemos, por lo menos respetémoslo hasta que alguna luz nos ilumine el conocimiento y nos haga capaces de dar respuesta a estas interrogantes: ¿Cuánto vale la vida? ¿Dónde reside?