A lo largo mi trayecto académico y profesional me ha tocado interactuar con diversos perfiles de personas que, de alguna forma, me han impactado desde su rol de liderazgo, en algunos casos muy merecido, ganado con el talento y la dedicación y en otros, producto de algún golpe de suerte o de aquello que solemos llamar coincidencias de la vida.
Prefiero ignorar a los segundos, pues -a mi juicio- no resulta sano promover sus opacidades, su falta de personalidad o los complejos que restan inteligencia social y limitan esa articulación formadora de huellas o indicadores que definen si ha valido o no la pena pasar por este mundo.
Luis Ney Sánchez, menudo, avispado, inteligente, compositor, letrista, fue mi director de escuela. Cristóbal Pérez, matemático, discreto, de pocas palabras y muchos cálculos. José Estepan, profesor de música, que iba con su guitarra a clase para cantar muy afinado y a veces nos llevaba al aula donde había un piano de cola en el que toqué mi primer arpegio.
Recuerdo a mis profesores de inglés Yocasta, una morena de lentes gruesos, que entraba al aula siempre diciendo lo mismo: “Good morning class”, y a Ricardo, de pelo rubio y ojos claros, regordete, medio bohemio y quien siempre llegaba tarde. Era buen profesor y rebelde.
Los maestros Nicolasa y Benzán, responsables de mis primeras lecciones de contabilidad; el profesor Bodegón (nunca me aprendí su nombre real), un artista plástico de alta sensibilidad, quien me asignó en una primera clase dibujar a carbón el busto de Cicerón. Y lo hice.
Siempre se decía que Bodegón había estudiado en Italia. Nunca lo confirmé, pero recuerdo su aire europeo, su chacabana blanca, impecable y el grueso bigote negro. Lo tengo en mi memoria como un sabio de las artes plásticas.
Lucho por recordar el nombre de mi maestro de artes industriales, con quien aprendí a fabricar sillas en miniatura. Austria Pérez, alta, temible, adusta, rígida, analítica y lectora voraz, me hizo amar la literatura.
Connie Price y Louis Johnson fueron los primeros maestros americanos con los que tuve contacto. Esposos, conservadores, cultos, fundadores de Maguana English Center, talentosos en la didáctica para enseñar la lengua de Shakespeare. Visitaban de sorpresa a sus alumnos en sus casas. No sé si era parte del método de enseñanza.
Elías Terrero fue quien, por vez primera, me metió en una cabina de radio, me sacó al aire y me enseñó a manejar la consola. Ya adulto, en estudios superiores, Leonel Fernández, Leopoldo Artiles, Enrique Chalas, Rafael Núñez Grassals, Diógenes Céspedes, Franklin Almeyda Rancier, José Luis Sáez, Felifrán Ayuso, Carlisle González, Abel Fernández Mejía, Sulamita Puig Miller e Ildefonso Güemes Naut, dejarían en mi sus huellas.
Euríspides Herasme Peña, Mario Álvarez Dugan, Nelson Marrero, Ángel Barriuso, Quiterio Cedeño, Bienvenido Álvarez Vega, Fausto Rosario Adames y Osvaldo Santana son los pulidores de este escribidor que se cree periodista. Uno es la construcción de todas esas buenas relaciones que ayudan a modelar el barro. Soy un privilegiado por haber estado cerca de buenas gentes que, además de mi esfuerzo propio, han sido fundamentales en lo poco que soy.
Cuando se escribe de esta manera, rebuscando en la memoria, es porque asoma el otoño.