Viajamos para aprender de los contextos universales y adquirir conocimientos más allá de la academia. De ahí que cuando viajo al extranjero me interno en los museos, las librerías, los cafés, los restaurantes, las plazas y los monumentos arquitectónicos, pues soy un devoto admirador de las grandes ciudades, y, como profesor de artes, estas experiencias me retroalimentan y apasionan.
Viajé a Francia como profesor invitado a la Universidad de Orleans durante todo el mes de marzo del año en curso, invitado por la académica Catherine Pélage, que fue mi intérprete, y a quien le agradezco la hospitalidad, traducción y edición de una antología poética personal –junto a Françoise Morcillo-, titulada “Sueños isleños” (Réves insulaires).
Este texto fue puesto a circular en Orleans, a través de una conferencia-entrevista abierta al público, en un acto al que asistieron más de un centenar de personas, y donde tuve que responder varias preguntas sobre mi poesía, las primicias históricas de Santo Domingo, el conflicto con Haití y la edición bilingüe de la antología de poesía dominicana y haitiana, que coeditara.
“Sueños isleños” también se exhibió en el Salón del Libro de París que -por coincidencia- se celebraba, con la participación de centenares de expositores de Europa, Asia y África.
Esta estadía me permitió asimilar una imagen de la potente, ancestral y seductora cultura francesa, y, sobre todo, enseñar –y mostrar- aspectos de la literatura, la historia y la cultura nuestras, pues se enseña para aprender y se estudia para enseñar. De ahí que fue una experiencia de doble vía y de retroalimentación recíproca. “Se aprende a hacer haciendo”, dijo Comenius, el padre de la Didáctica.
Orleans es una ciudad atravesada por el río Loira, patria de Juana de Arco y el poeta católico Charles Peguy, muerto de un tiro en la sien durante la Primera Guerra Mundial. Viví allí en una residencia de profesor invitado, y para trasladarme a la universidad tomaba un tranvía, y para desplazarme cada fin de semana a París, tomaba el tren y el metro.
Impartía clases solo dos días a estudiantes franceses de literatura hispánica, por lo que no tuve que aprender francés, ya que estos alumnos habían aprendido la lengua española en España o Hispanoamérica, como debe ser: las lenguas se aprenden in situ. Dar clases en universidades europeas o norteamericanas es una lección para nosotros.
En dos días un profesor imparte las ocho horas de clases presenciales y el resto lo destina al ocio y la investigación. No hay docencia de lunes a viernes, y los cursos tienen no más de 15 alumnos.
El desconocimiento de República Dominicana –constaté- es casi total en los jóvenes estudiantes franceses. Solo saben quién es Romeo Santos, y no conocen a ninguna otra figura famosa del país.
Esta gira me permitió además sentir la satisfacción de que el libro de papel no está en vía de extinción, como se piensa por aquí. Vi un joven leyendo, mientras caminaba por una calle de París, y jóvenes y adultos leyendo revistas, periódicos y libros en el metro, el tren y el tranvía, con fervorosa pasión.
Observé kioskos atiborrados de revistas de temas múltiples, y en la estación del metro de Austerliz, un exhibidor donde los viajeros dejan los libros leídos y toman uno para leer en el trayecto. Contrario a Santo Domingo, donde las revistas casi todas han desaparecido -y donde los apocalípticos del libro tradicional dicen que morirá-, en Francia me reconfortó ver aún pasión por la lectura y amor al libro.
Un país así es digno de visitar y disfrutar, pues no se deja seducir por la tecnología bárbara de último modelo y de la cultura del desecho, donde aún perviven los celulares de modelos -aquí en desuso- en esta época de la “cultura-basura”.
Por lo que percibo, la influencia de la cultura americana es paralizante en estos lares, y si el libro digital tiene pujanza, en países de fuerte tradición cultural, no hace mella como en los países subdesarrollados, donde las librerías han colapsado, vencidas por la cultura virtual, las modas y la indiferencia al libro.
Al parecer el hábito de lectura en Europa –también lo pude comprobar en España e Italia- aun pervive, y es potente y arraigado. ¡Viva el libro de papel!