Cuando las vacas nos afrontaron y comenzaron con pavorosos bramidos a desenterrar tierras y lanzarlas hacia atrás asumiendo una posición para atacar, el grupo de mozalbetes partió despavorido en una loca carrera hacia distintas direcciones. Había que salvarse de las embestidas de las bestias.
Por solo capricho, los muchachos disfrutábamos hostigando a estos animales. Nos habíamos pasado un buen rato haciéndoles bellaquerías, mientras pastaban tranquilamente en una finca de pastoreo, detrás de “La Cocana”, un lugar donde se pelaban y depositaban las masas del coco seco para fines de exportación.
Los muchachos de La Sombra íbamos a bañarnos al Rigolón, canal de agua dulce que pasaba por las cercanías de Tamayo y que el ingenio Barahona usaba para irrigar sus plantaciones de caña. En el trayecto nos adentrábamos por los lugares donde se pastoreaban las vacas y por “conucos” cultivados de plátanos, guineos y otros productos. Allí maroteábamos mangos, lechosas, guanábanas, guayabas y otras frutas.
Como imberbes al fin, disfrutábamos molestando a tranquilos animales que pastaban en aquel lugar. No pensamos en el riesgo que eso implicaba. Cuando menos esperábamos, las vacas reaccionaron embravecidas y nos atacaron. Cada quien corrió en la dirección que pudo, se armó el “sálvese quien pueda”.
Hice lo propio, corrí ¿o fue que pensé que realmente había corrido? Pasaron segundos cuando desperté como de un sueño. Las vacas seguían allí pastando tranquilas, yo al lado de una de ellas que era indiferente a mi presencia. Pero cuando todavía temeroso miré a mis alrededores, mis compañeros de aventura no estaban allí, habían corrido a plantaciones cercanas.
Juan Ligó, el de más edad y más travieso del grupo, se detuvo y me vociferaba:
-¡Corre, corre, corre…te van a atacar las vacas…corre!
Yo seguía como en el limbo. Le veía a distancia, desesperado, haciéndome señas para que saliera corriendo, pero permanecía impávido como si pretendiera que nada estuviera ocurriendo. No sé realmente qué fue lo que pasó. Las vacas y todo el panorama seguían igual. No había cambiado nada, el fuerte sol y el verde pasto estaba allí cual cuadro pictórico realista. Era extraño, sin embargo, que todavía permanecía allí junto a estos vacunos indiferentes que comían hierbas a mi lado como si yo no existiera.
Me recuperé de este estado de shock y seguí mi camino. Los amigos estaban allí, al lado del canal, esperándome para la nueva aventura. En las proximidades de este cuerpo de agua corriente residía el apicultor Melito Suero, en una humilde, pero ensoñadora casita campestre. Tenía en el patio una colmena o abejera que se expandía debajo de un frondoso y productivo árbol de jagua.
Nos adentramos en el apiario a coger jaguas que caían de la mata, desafiando a millones de abejas que laboraban allí en la producción de mieles. Las abejas comenzaron a inquietarse con nuestra agresiva presencia y las picaduras surtían sus efectos. Nosotros ignorábamos estas picadas porque en nuestro razonar aventurero, se trataba de disfrutar la obtención de panales con ricas mieles.
Melito nos había advertido que les estábamos alterando a las abejas, las cuales se ponían nerviosas y eran un verdadero peligro. Nosotros, al parecer, por la edad, no entendíamos las dimensiones de sus regaños.
Ver que las abejas comenzaban a inquietarse y a volar sobre el entorno de los barriles de mieles, nos perturbaba, aunque solo pensábamos en coger las jaguas y panales de mieles. Las abejas arreciaron las picadas y nos obligaron a salir corriendo, mientras cientos de estas nos caían detrás.
Nos lanzarnos al canal para evadir el ataque.
Lo que no sabíamos era que el agua no era un obstáculo para impedir las agresiones de las abejas. Permanecíamos ratos sumergidos. En tanto, las abejas pasaban sobre la superficie del agua, rasantes, con entonados zumbidos, esperando el asomo de nuestras cabezas. Una vez salíamos éramos atacados.
Teníamos el dilema: o morirnos asfixiados bajo el agua o salir a flote y soportar picaduras de miles de abejas. No había tiempo para pensar, teníamos que hacer algo. Las arremetidas de las avecillas eran implacables una vez surgíamos a la superficie.
Pero Dios no desampara a sus hijos.
Las abejas atacaban sin miramientos. Melito se enteró de la situación y acudió al canal a socorrernos. En eso llamó a las abejas. Estas respondieron como un llamado de padre a hijas. Como por arte de magia, con solo repicar un cencerro, las abejas se arremolinaron en grupos y volvieron tranquilas a sus respectivos barriles.
-“Les advertí que dejaran tranquilas a las abejas, ya las alborotaron…tienen suerte de que estuve aquí y que estén vivos”, expresó Melito con cierta molestia e indignación. Como era un hombre afable que amaba sus avecillas y sabiendo como éramos, imberbes inconscientes, nos regalaba panales de mieles, con la única condición de que no les molestáramos las colmenas.
El ataque de los cuervos
No fue suficiente la experiencia que vivimos con las abejas. Días después cogí mi “tira piedra” y fui a cazar en los “conucos”, en busca de pájaros carpinteros, ciguas, rolas, madame Sagá y otras aves. Era como un hobbies porque, total, uno no hacía nada con los pájaros que cazaba, ya que se trataba de pequeñas aves que luego no nos rendían ni para hacer un “locrio”.
Observé que un grupo de cuervos posaba en una frondosa mata de mangos. Pensé de una vez que “haría mi agosto” cazando cuervos. Tomé el tira piedra, me coloqué en un ángulo correcto y ¡tan! golpee un cuervo que cayó a tierra sin siquiera gemir.
Corrí a tomar mi presea, un furibundo pájaro negro de pico duro y mirada penetrante. Para mi sorpresa, el ave que creí haber matado, estaba viva y cuando fui a cogerla, se puso patas arriba y lanzó un chocante e indescifrable “lenguaraje” que me dejó medio aturdido.
Era algo extraño. Un grito de auxilio, tal vez un pedido de ayuda. Casi a seguidas comenzaron a llegar miles, tal vez millones de cuervos que oscurecían el cielo. En tanto, cientos de ellos planeaban como aviones de combates sobre nuestra cabeza. Evadían con admirables destrezas y hacían majestuosos zigzags entre árboles, matas de plátanos y guineos para abalanzarse sobre mí con fiereza.
-“Dios, qué pasa con estos pájaros…”, exclamé, temeroso, en medio del silencio. Solo se oían los pájaros y los sonidos de las brisas al rozar con las hojas de los platanales.
Las embestidas de las aves eran cada vez más frecuentes y yo evitaba ser atacado en la cara. Había escuchado que los cuervos les sacan los ojos a las gentes. Temí quedar ciego debido a los ataques de estos pájaros.
El cuervo que había derribado con el “tirapiedras” seguía lanzando lenguajes indescifrables para mí, pero al parecer entendibles para sus congéneres. Me propuse conservarlo vivo para llevarlo al pueblo y venderlo. La gente lo compraba para tenerlo como mascota en sus casas, a pesar del rumor popular de que eran “aves de mal agüero” y que según se decía, traían mala suerte.
Muerto no me serviría de nada, vivo lo podía vender por algo de dinero, pensaba. Pero el cuervo seguía gritando y llegaban más cuervos, enormes cantidades de cuervos. Sentí temor por mí, pero sobre todo por mis ojos. Llegaba a mí el trágico pensamiento de tener dos grandes hoyos en las cuencas de la cara después que estos cuervos me sacaran los ojos.
Decidí proteger el cuervo con la fragilidad de mi cuerpo. Estos pájaros, cada vez más agresivos, lanzaban gritos presurosos mientras planeaban sobre mí como si quisieran arrebatar de mis manos a un pariente.
En mi desesperación, apreté fuerte el cuello del cuervo y murió; ya muerto, dejó de gritar. Hubo una extraña y pesada afonía en el ambiente. Los cuervos que minutos antes chillaban y atacaban con ferocidad, se paralizaron y posaron en árboles y matas cercanas, con las alas descolgadas, en medio de un fúnebre silencio.
Emprendí la huida mirando hacia atrás temeroso todavía de estos pájaros. A distancia, en el trajinar del tiempo he llegado a meditar sobre este hecho, y he observado en el símil de la vida, cómo todavía fluyen cuervos que quieren sacarte los ojos.
*El autor es periodista.