Los gobiernos del PLD vendieron el sueño del crecimiento, de la estabilidad macroeconómica y del desarrollo. Inocularon la vacuna neoliberal en la economía como medicina a la macrocefalia estatista, corrompida y clientelar, además de improductiva.
Compraron el relato privatizador de los centros de pensamiento extranjeros y nacionales que predicaban que para convertirnos en un país “moderno” debíamos desmontar la estrategia de sustitución de importaciones, privatizar los ingenios, “capitalizar” la Corporación Dominicana de Electricidad, desmantelar todas las empresas de Corde y abrir nuestra economía a la competencia.
Nos decían que el mercado era un árbitro perfecto y que la nueva dinámica del capital nos aseguraría nichos productivos que nos dotarían de ventajas comparativas que, como por arte de magia, nos permitirían superar el atraso.
El “fin de la historia” había sido proclamado y, sumándose a la coreografía global, el PLD se convirtió en la voluntad política para poner en pie la momia neoliberal, que durante décadas había pretendido convertirse, hasta que lo logró, en la receta para todos los males económicos cíclicos del capitalismo.
El aliento de los organismos financieros internacionales y de los centros de poder económicos globales no se ahorraron lisonjas ni felicitaciones. Paso a paso, con entusiasmo, los trapos que envolvían a “Tutankamón” fueron retirados y fue asomando su efigie, o más bien su mascarada: Un modelo económico, a la larga contraproducente, que apostaba todo al factor externo, destruyendo el aparato productivo nacional.
En lo adelante se vendieron todas las empresas estatales y nos convertimos en suplidores de mano de obra barata. Las zonas francas aparecieron como verdolagas por todo el territorio. Los salarios devengados por los obreros se transformaban en abono para los negocios del sector importador. Simultáneamente, la “industria sin chimenea” adquiría un desenfreno embriagante. Las playas y el sol se convertían en pilar vital. La economía de servicio se abría pasos acompasados siguiendo el ritmo de los martillos neumáticos de las “comesolas” que escarbaban la tierra para atravesar la ciudad por medio a túneles, mientras se encumbraban los rascacielos, definiendo un nuevo polígono céntrico.
No obstante, el modelo no podía ocultar sus “lados torcidos”. La pobreza crecía a ritmo acelerado mientras la riqueza se acumulaba cada vez más en menos manos. Los tugurios, como una red de telarañas, se expandían en la periferia urbana. El campo se terminaba de vaciar, mientras la mano de obra vecina se ocupaba de llenar los nichos abandonados. Paralelamente, los servicios básicos se dificultaban para la mayoría, al tiempo que se desataba una explosión delincuencial, cuyas ondas expansivas lograron traspasar hasta los espacios más exclusivos y protegidos.
El crecimiento observable no alcanzaba a todos. Era mucho pero las élites golosas lo engullían. La informalidad cundió hasta alcanzar casi al 60% del entramado de actividad económica. El desempleo no podía ser derrotado, aún cuando maquillaban su impacto. La salud pública pasó también a ser una franja jugosa de negocios. Las Administradoras de Riesgos de Salud asomaron sus garras como topos sedientos de enfermos para engrosar sus tasas de ganancias. Mientras tanto los hospitales públicos se convertían en ruinas, en almacenes de enfermos sin dolientes y sin capacidad para pagar.
El despiadado modelo de acumulación neoliberal, como un tren despavorido, no dejaba piedra sobre piedra, arrebatando hasta la última gota de sudor a los trabajadores, sometidos a bestiales condiciones de trabajo y a salarios precarios, sin sindicatos ni garantías de ningún tipo. Mientras la resistencia natural de los pobladores se cooptaba, “permeando”, los barrios se llenaban de microtraficantes que ramoneaban entre sus callejones, pagando peajes a los que “no tienen quién le escriba.” A los más ricos miles de millones en subsidios les compraban el silencio y a los pobres tres granos de arroz y dos galones de gas les ganaban los reclamos de “solidaridad”, entre tanto, la élite política se cebaba mordiendo en el erario. Y los demás delincuentes, como perros hambrientos, lamían las migajas que alcanzaban a arrebatar, violentamente, a todo el vivo.
Las clases medias florecían. El consumo vendía sueños pasajeros de bienestar. Los bancos convertían los planes futuro en mágicas tarjetas de crédito que los hacían realidad sin dilación. A ningún hogar faltaban ya dos o tres carros. Pasamos a tener más “Mercedes” per capita que los alemanes. Las lavanderías se mudaron a los rascacielos vacíos y los algunos funcionarios lograban tan eficiente empeño que podían jugar golf y evitar los tapones en helicópteros. Los apartamentos en Miami, en Nueva York y en Europa eran los nuevos medidores de estatus. Las villas de campo y los apartamentos en los polos turísticos crecieron como verdolaga. Y como burla, no faltaba quien mandara a “comprar sandwichs en un avión privado a Puerto Rico”.
En su quehacer de Estado la prédica modernizadora morada y todo el armazón moral levantado por la ideología boschista prontamente sucumbió. Solo quedó en pie la propaganda de progreso. El “botellerío” estatal se multiplicó por mucho. Y la corruptela alcanzó niveles asqueantes. Con el dinero público, el lujo y los privilegios pasaron a ser cosa común y descarada.
Y para cubrir los déficits de un Estado que gasta más de lo que le ingresa, la carrera de endeudamiento fue siempre solución, en un mundo con mucho capital ocioso buscando acreedores. El cielo se tomó por techo de la deuda. De menos de dos mil millones de dólares de saldo de la misma cuando asumieron el poder, en 1978, en cinco periodos de gobierno del PLD se han tomado préstamos por más de 40 mil millones de dólares. Y todo ese dinero no ha servido para desarrollar nada que no sean los bolsillos de los comisionistas.
Contábamos con que se podría mantener la burbuja por tiempo indefinido. La meta de diez millones de visitantes ofrecían en el turismo un “conuco” creciente y seguro. Las remesas, que se hicieron pieza fundamental de la dieta y del confort consumista, tenían la garantía de las economías más poderosas del planeta. Además, por qué preocuparnos si “el Estado nunca quiebra”. Y aún si las cosas fueran muy mal nos quedaba el camino de estimular el éxodo, legal o ilegal. Pero ese también se dañó: ahora nadie nos quiere ni puede soportar más migrantes. Sólo en Estados Unidos se habla de más de 30 millones de nuevos desempleados en lo que va de año.
De repente, la gente que estaba distraída en la “fiesta” parece intuir que, como a los “indios”, nos cambiaron nuestras certezas por espejitos o, más bien, por espejismos. El Progreso ni el desarrollo podrán permanecer de pie en los días por venir. Las esperanzas de crecimiento sostenido se nos escapan por las comisuras de los dedos como si fueran “líquidos”. Grandes turbulencias sacudirán la tectónica económica y social. Sin el Coronavirus se venía fraguando la crisis. La pandemia la anticipa, la acelera y la potencia.
Preparémonos para pasar factura del engaño. El gobierno que llegará con el cambio debe empezar por los corruptos, desembolsillando lo ajeno. Mucho se necesitará el dinero robado para poner a andar el país. Eso no bastará para salir del atolladero, pero por algún lado hay que empezar. El gran desafío será poner en pie el moribundo que dejará el PLD al salir del gobierno. Poner en pie la momia neoliberal ha terminado poniendo en peligro de muerte al país. No obstante, encontraremos por donde volver a andar.