Los Rus de Kiev, –que significa Rutenia–, fueron los fundadores o cuna de Rusia, según las versiones que desaparecieron con las invasiones de los mongoles en el siglo XII.
En el nordeste se forma Moscovia, que generó un imperio. Las tierras de Ucrania poblaron las primeras comunidades cosacas, los tártaros del principado de Crimea, después llegaron los turcos, los húngaros, los moldavos, y, finalmente, dominaron los de la Unión polaco-lituana (siglos XV a XVII), el imperio austrohúngaro; Rusia y la URSS llegaron de último. Joseph Stalin, en 1944, contribuyó a la unificación de Ucrania, aunque ahora no dispongo de documentos para saberlo; pero, en 1954, se extendió a la URSS la Crimea rusa, regalo de Nikita Jruschov, que nació en Ucrania.
La primera consecuencia de esta guerra “espontanea”, surgió desde el 26 de diciembre, de 2004, con las elecciones presidenciales ganadas por Víctor Yúshenko. Ucrania rompía su unidad territorial, y ahora debía conquistar la democracia y el progreso social.
Pero, dos décadas después, seguía actuando como una pieza bamboleada entre los rusos y Occidente. Durante la “revolución naranja”, Kiev –y de eso tiene culpa el Oeste–, experimentó unas elecciones presidenciales fraudulentas.
Desde ese momento, con Crimea ya autónoma, la base naval rusa de Sebastopol no tenía muchas posibilidades, se dañaron las relaciones entre ambos. Y sobrevino la guerra, con otros aspectos de índole económica, con gran peligro para Rusia, como las deudas ucranianas, el gas ruso.
Ucrania vivió 45 años bajo el régimen de la Unión Soviética. Ahora ellos quieren un futuro occidental. Existen dos Ucrania, en realidad. Una Ucrania occidental, donde los partidos nacionalistas van viento en popa, dispuestos a entrar en la Unión Europea; y la Ucrania oriental, que tiene proximidad con Rusia, pero que no muestra un excesivo interés de retornar a “la familia de los pueblos soviéticos, que tienen a Moscú como capital”.
Los rusos se estarán lamentando de haber descuidado a Kiev. Hoy los ucranianos repudian la identidad rusa y se inclinan hacia Europa, justamente por esos lazos atrofiados entre sus vecinos moscovitas.
Hasta hace poco, Europa se limitó a “una consolidación de la cooperación” para con Ucrania. En ese mismo compás de tiempo, tuvieron lugar las influencias de los Estados Unidos y de la Organización del Atlántico Norte (OTAN), de adherir esa nación a su órbita militar; procesos que habían partido de los procesos internos de la vida política y electoral de Ucrania, que se había dividido o en dos: el ala conservadora y nacionalista y el ala liberal, en que sus líderes estaban siendo apoyado desde el exterior.
Fue muy tarde cuando Moscú comprendió que Ucrania era vista por Occidente como una puerta para Europa. Pero es “una puerta que se encuentra en el séptimo nivel del edificio”, mientras “Ucrania está apenas en la primera planta”. Es claro que las reformas que han dado pie al conflicto están siendo impulsadas desde todas partes. Y desde todas partes se desvanecen la tan aplaudida “esperanza naranja”.
En el ínterin, las consecuencias sólo pueden ser para Europa. Es quien ha “amarrado” a Ucrania, cuando ellos mismos dijeron: “Ucrania es el corazón de Europa” Para Rusia, la guerra es el resultado de una larga enemistad, sea por el gas en disputa, por los gobiernos anteriores, ahora por la amenaza que se cierne a su inseguridad nacional, por los planes de la OTAN, que quiere cercar sus fronteras.
En fin, es una guerra inesperada, y es muy difícil predecir cuál será su verdadero desenlace. Pero, como ha dicho André Malraux: “a Occidente el agrada mortificar a su gente con la muerte.”