Quizás pocos nombres están tan bien puestos como llamar “conchos” a los automóviles del transporte público con ruta fija que admiten varios pasajeros con destino distinto.
Esa voz, originalmente usada como eufemismo de la interjección dedicada a San Antonio, al parecer viene del quechua y significa heces o sedimentos.
A la definición del dominicanismo hay que agregarle “carro usualmente destartalado, con carrocería, gomas, asientos y motor deficientes, conductores desaprensivos y propietarios organizados en sindicatos a los que hasta la Policía teme”.
Tal vez por eso no asombra que en un sondeo no científico casi el 90% de los opinantes dijeron estar de acuerdo con que las autoridades saquen de circulación a los carros de concho. Añado no porque sean conchos, sino por su violación impune de casi todas las normas de tránsito y civilidad, su desprecio supino hacia sus clientes que usualmente carecen de opciones y su mafiosa manera de arrabalizar el transporte e imponer su control ilícito del tránsito. Si el gobierno se empantalona, habría (sin Hubieres) razón para exclamar alegremente: “¡Concho! ¡Por fin!”.