En la última refriega murieron todos los comprometidos; y, por un error, incluso, tres de los nuestros.
Una pérdida muy lamentable, pero en el momento de la acción estaban en el lugar equivocado.
No podíamos dejar cabos sueltos y en el informe ejecutivo de bajas tuvimos que involucrarlos y levantarles un expediente incriminatorio. No hubo forma de tapar el sol con un dedo ni tampoco con las dos manos.
El caso se complicó con la muerte del segundo de los nuestros en el lugar de los hechos.
A la madre y una hermana no hubo forma de callarlas.
Encontraron el apoyo de una periodista daltónica. Escribía de manera constante en su periódico. Y lo que era rojo tenía el talento de convertirlo en amarillo.
En principio la estrategia dio resultado. Y el buen hijo terminó con un prontuario tan negro y convincente que la madre hizo el funeral con apenas dos personas.
La madre del tercero de los nuestros defendió entre llantos la idoneidad de su hijo. Y tenía razón.
En su caso hubo que trazar una línea alterna para involucrarlo en la cadena. Y cerrar eso lo más rápido posible en las páginas rojas de los periódicos.
—Quiero una limpieza total. Sin daños colaterales.
—Sí.
La conversación, de mi parte, se redujo a monosílabos. Todos afirmativos y corroborando la orden.
—En todo caso si hay daños colaterales, que no se salgan de control.
—Sí.
—No quiero una solución mostrenca. No quiero ver los sabuesos de la prensa sobre nosotros.
—Sí.
—¿Que sí qué, coño?
La pregunta me agarró de sorpresa. Y me salgo de mi condición esencial de subalterno. Y digo:
—Que no importa la acción. Nadie tendrá argumentos para llegar hasta nosotros. No habrá una línea explícita para atar cabos. A lo sumo podrán hablar de hechos aislados. Puedes dormir tranquilo. Vamos a trabajar de manera contundente.
—Hagan el trabajo. En cuanto a mí. Eso ahórratelo. Nada me quita el sueño.
—Sí.
—Que no se escape ningún caso a otra jurisdicción.
—Sí.
—Esta será la última instancia.
—Sí.
—No hay mejor arresto domiciliario que una tumba. ¿Se entendió?
—Sí.
—Te puedes retirar. Tienes mucho trabajo y poco tiempo.
—Sí.
Esa última frase le dio un vuelco a nuestro trabajo. Armé un escuadrón de limpieza. Todos probados por mí en el campo de tiro. Tres de ellos excelentes. No fallaron nunca cuando disparaban al corazón del señuelo. En cambio, los otros cinco erraban, pero por la mínima. El tiro encajaba en el primer círculo de la diana.
En el equipo hubo una selección muy rigurosa. Y de veinticinco, al principio, solo quedaron ocho. Todos buenos tiradores y con precisión a distancia.
Una parte del equipo descartado para el operativo de la calle se dedicó a labores burocráticas; y, sobre todo, a desempolvar expedientes. Prontuarios. Hubo que recurrir a ese viejo y húmedo archivo de las fichas. Gente de otro tiempo, sueltos, con un amplio prontuario delictivo. Allí buscamos los casos más traumáticos. Entre ellos el robo de un cofre de joyas muy valiosas a dos turistas en una villa de renta y el espectacular asalto a un vehículo de valores. En su momento, el banco ofreció una alta recompensa, pero pasaron los años y nunca se apresaron a los autores.
—Trabajen. Tenemos un compromiso ineludible con este país. Vamos a ver quien tiene los juegos más pesados. A partir de hoy cambiará el color de las calles. Si la quieren roja… Así será.
A la calle. Salimos. Había que empezar la limpieza. Y todo salía como una bendición de Dios. Íbamos bien artillados. El primer día sacamos siete de circulación. A plomazos. Tiro y tiro desde una dirección de fuego.
El vocero nuestro bautizó la acción como «intercambio de disparos». Je, je. Tiene ingenio ese muchacho.
En los periódicos nos bajaban el júbilo y titulaban: «Un supuesto intercambio de disparos». En fin. Son gajes del oficio.
Disparar. Disparar. Disparen. La orden era obedecida sin rechistar. Disparar. El verbo —parodiando a san Juan— salía de nuestros revólveres y entraba en la carne, lleno de gracia y de verdad.
Y todo eso transcurría detrás de la mejor pantalla. Y que amortiguaba los efectos y el peso de la limpieza. Nuestros amigos y aliados de Migración expulsaban a diario miles de inmigrantes ilegales.
El doble de los migrantes expulsados regresaba, al otro día. Otra historia, en fin, recurrente en el país; y sin importancia.
Cumplíamos con nuestro deber. En ese avatar de fuego incesante hasta llegué a ver sonrisas pintadas en los labios de los nuestros.
No sé si eran de alegría o una respuesta nerviosa en ese momento por el fatal exterminio.
En las andanzas por los cuadrantes más peligrosos y vulnerables pusimos de moda una palabra y dos frases… La palabra «presuntos» y las frases «intercambio de disparos» y «paz ciudadana».
—Y qué hay con la habitación de simulacros, ¿ya está lista?
—Sí.
—Mañana haremos una reunión con los simuladores. Médicos, enfermeras, heridos y fotógrafos. No te olvides de los camarógrafos. Todo tiene que quedar perfecto.
—Sí.
De nuestras filas, salvo por un error, nunca hubo bajas significativas, pero nuestro departamento de inteligencia aconsejó poner evidencias creíbles en manos de la prensa. Y eso lo conseguimos con el equipo de simuladores.
El vocero nuestro armaba el guion. Y enviaba fotos con varios de los nuestros. En realidad eran simuladores conectados a tubos, respiradores artificiales, con cabestrillos en los brazos. Internos, maquillados con cara de dolor en la falsa habitación de cuidados intensivos. Enviaba fotos y videos. Y los filtraba también a las redes sociales. Un profesional en su área. Y colocaba más sangre derramada y dolor en nuestras filas como cosa única. Dio resultado. Sabía inclinar la balanza sin crear suspicacia.
Un trabajo increíble, sí. Empezamos a ganar la batalla con la limpieza en las calles… Y también en las páginas de los periódicos. Por fin.
Todos los días salimos a la calle y repetimos los operativos de limpieza. Y los hombres subordinados bajo mis órdenes están alineados conmigo. Todos altamente convencidos de que cumplimos con nuestro sagrado deber. Tenemos la gran responsabilidad de imponer la ley y el orden en la ciudad.