Comencé en 1977 y entonces quienes realizábamos el oficio de buscar, redactar, editar y publicar noticias éramos, todos, periodistas. Pocos poseían un grado universitario en comunicación social o periodismo, algunos de carreras tan disímiles como el derecho, la agronomía o la contabilidad.
Autodidactas empíricos, ninguno alegaba ser otra cosa que simplemente periodista, fuese empleado de algún periódico, noticiero radial o televisivo y unos pocos relacionistas en empresas privadas o dependencias estatales.
Hoy, hay más comunicadores, productores, “influencers”, “bloggers” y mil otras categorías, todos dedicados a procesar informaciones para darlas al público.
Conozco comunicadoras que son súper exitosas produciendo programas de variedades que llaman “de investigación” que difícilmente aprobarían un pruebín de Introducción al Periodismo.
Muchos otros, afanados por “buscársela”, olvidan que este oficio no permite enriquecerse tan fantásticamente como otros, sin venderle el alma al diablo. Pero quizás lo más triste es que la manera más común de rebatir cualquier opinión de un periodista es acusarlo de deshonesto, venal o mercenario.
Es tan frecuente que ya casi no es una injuria.