Era septiembre de 2017. El frío y la lluvia se apoderaron de Flensburg, norte de Alemania.
Un grupo de científicos y filósofos celebraba allí la conferencia anual Cult-Media. En el foro, planteé asuntos relativos a la problemática ética de la identidad en una sociedad globalizada, donde la identidad no se reduce a algo dado o heredado, sino que, más bien, el individuo está compelido a elegir identidades en una tarea que recomienza constantemente.
Asimismo, el sujeto actual está forzado a desplegar una estrategia de vida en la que, producto de la articulación con su contexto, lo importante no será hacer que las identidades perduren sino evitar que se fijen.
Queda señalada en esa tarea del proceso identitario una responsabilidad del sujeto frente a sí mismo y frente al otro, su alteridad.
Aunque lo hayan creído antropólogos, historiadores y sociólogos, las identidades no son congénitas, no operan como regalos de nacimiento impregnados de certeza y destino. En cuanto que tareas inacabadas y en permanente recomienzo, las identidades no aspiran a la inamovilidad.
La presunción de fijeza en la identidad o en la cultura podría resultar decepcionante y engañosa.
Se trata, más bien, de proyectos, de tareas a encarar individual y colectivamente, de elecciones efectuadas con prolijidad y con diligencia hasta el final de la vida. Es ese final, precisamente, el que será matizado por las propias y autónomas acciones morales del individuo, en armonía o contraste con una serie de reglas generales y coercitivas que aspirarán a imponer un sistema ético determinado.
El hecho de vivir en sociedad y de cumplir con sus leyes e imperativos éticos está supeditado a la condición de que los individuos sean, desde su más íntima responsabilidad y previamente, entes morales.
La cuestión aporética, contradictoria o paradójica de la responsabilidad moral, esa que me identifica como sujeto moral, que me es incondicional e infinita estriba en que, si bien es mi mayor posesión, mi más preciado derecho, que no puedo ceder ni empeñar, se va a manifestar en mí y en mi relación con el otro como angustia constante de no manifestarse lo suficiente.
Esa responsabilidad constituye parte esencial de mi identidad, de mi elección y estrategia de vida.
Desde una perspectiva ética, la elección de identidades remite a la cuestión de definir la postura del individuo, en tanto que yo moral, frente a la complejidad de la ética, en su calidad de código, de conjunto de normas que prefigura, para los tiempos actuales, problemas que trascienden, aunque la desafían constantemente, la responsabilidad individual.
Estos desafíos éticos van más allá de los problemas morales del sujeto actual concernientes a su vida particular y su intimidad.
Uno de los mayores problemas éticos, y de ahí su grave ambigüedad y paradoja existencial, estriba en que si bien tiene la responsabilidad frente a sí mismo de construirse una individualidad y elegir una o más identidades, la fragilidad del sistema de valores imperante, la acelerada mutabilidad en su estilo de vida y la volatilidad de su propia identidad, tan cambiante como el carácter de caducidad programado de los bienes y servicios que consume, más la tiranía que la comunicación digital ejerce sobre él, lo colocan ante una riesgosa y abismal neutralidad valorativa, una adiaforización, que paraliza su compromiso y anestesia su toma de conciencia. El individuo se colma de porosidad ética.
La ambigüedad axiológica, la relativización de los referentes éticos y la codicia rampante, esta última promovida por el afán de lucro y la vanidad, presionan la moral subjetiva y colectiva. De ahí que la responsabilidad ética deba ser un rasgo identitario por excelencia en el individuo y la sociedad de hoy.