La nostalgia tiene algo de mala reputación, particularmente por su reciente influencia en la política y en la sociedad. Se supone que es una emoción que persuade, engaña y seduce a la gente para que tome decisiones electorales.
Por ejemplo, algunos han achacado el Brexit a la “nostalgia por el pasado” de Reino Unido, mientras que el eslogan de Donald Trump “Make America Great Again” (Hacer de América grande otra vez, en español) es quizás la mejor síntesis del poder político de la nostalgia.
Pero, si bien la política de la nostalgia parece ser particularmente potente hoy en día, la emoción tiene una historia larga y turbulenta.
Como exploro en mi nuevo libro “Nostalgia: una historia de una emoción peligrosa”, hay pocos sentimientos tan omnipresentes, aunque difíciles de precisar, como la nostalgia.
Una de las razones de esto quizás sea que la nostalgia, más que otras emociones, ha experimentado una transformación particularmente radical en los últimos tres siglos. Hace apenas cien años, más o menos, no era simplemente una emoción, sino una enfermedad.
La nostalgia fue identificada en Suiza y se consideraba que los hermosos parajes del país alpino eran los responsables.
Sus orígenes y evolución
Nostalgia fue acuñada por primera vez como término (y utilizado como diagnóstico) por el médico suizo Johannes Hofer en 1688.
Derivada del griego nostos (regreso a casa) y algos (dolor), esta misteriosa enfermedad era una especie de nostalgia patológica. En los pacientes provocaba alteraciones psicológicas como letargo, depresión y confusión.
Pero también tenía síntomas físicos como palpitaciones del corazón, llagas y alteraciones del sueño. Se pensaba que era una enfermedad grave, difícil de tratar y casi imposible de curar.
Para las desafortunadas víctimas, podría resultar fatal, ya que los afectados morían lentamente de hambre.
Desde que se identificó por primera vez en Suiza, se pensó que era una afección peculiarmente suiza.
El país era tan hermoso, su aire tan refinado, que cualquiera que se marchara de él corría el riesgo de sufrir terribles consecuencias físicas.
Se suponía que los estudiantes y los empleados domésticos eran particularmente vulnerables: jóvenes que se habían visto obligados a abandonar sus hogares y luego podrían tener dificultades al regresar a ellos.
La nostalgia azotó los Alpes, pero pronto se extendió por Europa: una pandemia emocional, con picos prominentes en otoño, cuando la caída de las hojas incitaba a los melancólicos a pensar en el paso del tiempo y en su propia mortalidad.
En 1781, un médico de la localidad inglesa Ipswich llamado Robert Hamilton, que trabajaba en un cuartel en el norte de Inglaterra, se encontró con un preocupante caso de nostalgia.
Su capitán envió a un soldado que se había unido recientemente al regimiento a ver a Hamilton. El hombre sólo había estado en los cuarteles unos meses, era joven, guapo y “bien hecho para el servicio”. Pero “una melancolía se cernía sobre su semblante y la palidez se apoderaba de sus mejillas”.
El soldado se quejó de “una debilidad universal”: un ruido en los oídos y un vértigo en la cabeza. Dormía mal y no comía ni bebía. Suspiraba profunda y frecuentemente; parecía que algo pesaba mucho en su mente.
Todos los tratamientos resultaron ineficaces y fue ingresado en el hospital. Permaneció postrado en cama durante casi tres meses y poco a poco se fue demacrando. Le atacó la fiebre y pasó las noches bañado en sudor. Hamilton esperaba lo peor y lo consideraba una causa perdida.
Una mañana, una enfermera le mencionó a Hamilton que el soldado hablaba obsesivamente de su hogar y de sus amigos. El joven había expresado constantemente su deseo de regresar a casa desde que llegó al hospital. Cuando Hamilton fue a ver al hombre afectado, le preguntó sobre su Gales natal.
El soldado respondió con verdadero entusiasmo, se obsesionó y no dejaba de hablar de los gloriosos valles galeses.
El uniformado le preguntó a Hamilton si le dejaría volver a casa. El médico prometió que tan pronto como su condición física mejorara, podría regresar para un descanso de seis semanas. El paciente revivió ante el solo pensamiento. El joven, ahora muy recuperado, partió hacia Gales con paso alegre.
Su mutación
Luego, la nostalgia viajó desde Europa a través de los barcos que transportaban a africanos esclavizados a América del Norte. En este punto, todavía no había adquirido la asociación positiva con la autocomplacencia trivial que tiene ahora. En cambio, tenía el poder de matar e incapacitar, y se la tomaba muy en serio.
De hecho, fue una de las principales causas de muerte fuera de combate durante la Guerra Civil estadounidense.
La última víctima registrada de la nostalgia fue un soldado de infantería que luchaba en el frente occidental en 1917.
En el siglo XX la nostalgia cambió. Se separó de la añoranza del hogar y se transformó, primero en un trastorno psicológico y luego en la emoción que conocemos hoy.
Sin embargo, los primeros psicoanalistas veían con malos ojos a la nostalgia y a las personas propensas a padecerla, porque se les creía neuróticos, retrógrados, demasiado sentimentales e incapaces de afrontar la realidad.
Durante la Segunda Guerra Mundial dio motivos para dudar del patriotismo. “¿Por qué un país viejo, a menudo de existencia miserable, se convierte en una tierra de hadas para las víctimas de la nostalgia?”, escribieron algunos psicoanalistas, quienes eran esnobs y creían que la nostalgia era más común entre las “clases bajas” que entre la élite cosmopolita.
Estos puntos de vista, aunque ya no son sostenidos por terapeutas o psicólogos, todavía prevalecen en las discusiones políticas sobre la nostalgia. De hecho, la reputación de la nostalgia hoy en día, particularmente como influencia en la política, la cultura y la sociedad, no es tan melosa.
En 2016, por ejemplo, se invocó la nostalgia como explicación de dos acontecimientos electorales importantes: el éxito presidencial de Donald Trump y la votación del Brexit.
Pero cuando periodistas y analistas utilizaron la nostalgia para explicar estos momentos geopolíticos catastróficos, con demasiada frecuencia la utilizaron como una especie de diagnóstico, algo para explicar decisiones políticas aparentemente descarriadas o irracionales.
Como lo expresó el historiador Robert Saunders, en referencia al Brexit, el debate caracterizó el voto por salir como “un trastorno psicológico: una patología que hay que diagnosticar, más que un argumento con el que abordar”.
Puede que la nostalgia ya no sea una enfermedad, pero no se le ha despojado de todas sus antiguas asociaciones.
Para muchos, sigue siendo una explicación de lo que consideran opciones políticas menos progresistas y más irracionales que algunas personas toman.
Si bien ya no es mortal, sigue siendo una emoción peligrosa.
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