Si usted vio a un niño de doce a trece años de edad y deja de verlo hasta el día de su cumpleaños número veinte, de seguro que le dirá: “Pero, muchacho, tú si has cambiado”.
En cambio, si ese jovencito ha vivido todo el tiempo junto a usted, viéndose ambos la cara todos los días, no notará ningún cambio importante entre uno y otro.
Lo mismo pasa con los pueblos. El tiempo pasa y uno no se da cuenta de los cambios que se producen alrededor.
He venido a darme cuenta de esta realidad mirando la televisión local, con su gran diversidad de comentaristas y de gente protestando, con y sin razón, por un motivo u otro, desafiándose recíprocamente y sin miedo a los excesos policiales, ni a los estudiantes revoltosos, ni a los micrófonos indiscretos, ni a nada.
Hay que remontarse a tan solo unos años atrás, cuando nadie se atrevía a hablar mal del gobierno ni siquiera con sus familiares cercanos.
¿Que ahora vivimos en un ambiente de irrespeto que raya en el caos y el desorden? Cierto. Pero ahora el pueblo ha perdido el miedo y se atreve a reclamar lo suyo y a expresarse con libertad.
Siempre nos sorprenderemos al ver los cambios que se operaron al reencontrarnos con el jovencito de doce años… pero alegrémonos de que hemos aprendido a no tener miedo y atrevernos a expresar lo que sentimos.