La última pregunta
El disparo y un pensamiento, en forma de pregunta, le llegaron al mismo tiempo: «¿Qué hora es?» Tirado en el suelo, con los últimos estertores, miró el reloj atado a su muñeca. Sintió un vacío interior inmenso. La sangre, que mojaba todo su pecho, tomó una forma extraña. Y murió con una hora extraña, clavada en la mirada. El reloj se detuvo, justamente, las 11:11 de la noche.
La eternidad, simplemente
Todavía Borges podía leer, aún con cierta precariedad. Y las palabras proféticas de Publio Ovidio Nasón, que cayeron de manera fortuita bajo sus ojos, lo marcaron hasta el último día de su vida.
Las palabras se quedaron grabadas en su mente prodigiosa e infatigable. Y en el último momento de su vivir, repitió a Ovidio con su propia voz: «Ya he realizado una obra, que no podrán borrar ni la ira de Júpiter, ni el fuego, ni el hierro, ni el tiempo devorador… y mi nombre permanecerá imborrable. Y por donde se extiende la potencia romana en las tierras domadas, me leerá la gente, y por todos los siglos, gracias a la fama, si hay algo de verdad en las profecías de los poetas, viviré».
Memorias de la guerra
En la última guerra que ganó en nombre de la Patria, él perdió una pierna, un ojo, la movilidad de la mano derecha, pero siempre sonreía. A todos sonreía. Pensaban que era por su pecho alto, lleno de condecoraciones. Él no hablaba mucho de la guerra, ni le llenaban de vanidad las medallas clavadas en su pecho y conferidas al honor. No era un secreto que también en la guerra perdió la memoria.
La última mirada
Moría minado por un inexplicable placer. Miro el último hálito de vida en sus ojos verdes. Los dos aplastados por un trozo de muro que se nos vino encima. Ese placer y ese último hálito también lo ve ella en mis ojos, justamente. Toda la tierra rugió, temblaba, se oía un retumbar y un tronar escalofriante, con olor a desgracia. La muerte no habría sido diferente en brazos de mi esposa. Abrazados y desnudos en la cama; el placer sería dolor. En cambio éramos mi gata y yo. Nuestro fin. Apenas respiraba. Con dificultad sentía la vida, aferrado a ella. Inmóvil. Sin poder acariciar su pelambre, arropados por el polvo de la muerte.
Un sueño feroz
En el cielo alto veo un cúmulo de nubes grandes y muy blancas. Estoy en un sueño. Me veo caminando por una vereda manchada, de tramo en tramo, por una incipiente hojarasca, atento a todo el entorno mientras la recorro. Un sueño apacible y verosímil, que por momentos era una copia fiel de la misma realidad. El viento batía el montón y volaba una que otra hoja seca de una manera simple y muy hermosa.
El entorno abruma, poblado de bellos árboles de troncos fuertes y frondosos, a uno y otro lado. Con hermosos pajaritos saltando de rama en rama. Cantando bonito, con un trinar entretejido y de impresionante sutileza. El aire limpio y transparente, fresco. Sí, hasta la radiante luz matinal del día en el sueño era de sueños.
Todo era tan bonito, bello y hermoso que me resultaba incómodo; y no me lo creía. En medio de mi violento azoro intento salirme del sueño. No lo consigo. Me doy cuenta que hay un vacío, que en alguna parte del sueño hay un desequilibrio y, sí, tomo conciencia de que falta algo, algo necesario y capital, algo de lo que, sin embargo, no tengo ninguna certeza.
En un momento de mi desconcierto, ya desbordado, lo conseguí: encontré la solución; y te soñé a ti en ese sueño. Tú no sabes que estás en el sueño mío. Te sueño despacio, con sosiego. Venías caminando por la vereda, alegre y distraída, arropada por el aroma de los árboles. Muy hermosa; y, sobre los hombros, tu caperuza roja y una canasta pequeña, en las manos, cubierta por un mantel a cuadros rojos y blancos. Y de verdad ya todo en el sueño fluía de forma bonita y leve. Sí, hermoso, contigo ahí, sola y confiada, caminando hacia mí, deshaciendo una cadena de pasos que me despiertan un vacío en el estómago. Espero. En guardia, atento. Me armo de paciencia, sin mover un músculo, controlando mi instinto animal, mientras te veo atravesando el bosque, de camino a la casa de tu abuela.