La compasión debe ser una virtud esencial de nuestra forma de ser y de vivir. Que el sufrimiento del otro sea como nuestro propio sufrimiento.
Ser solidario ante el dolor ajeno. Y más si quien lo padece es una mujer o un niño, un anciano sin parientes, alguien que no puede defenderse o no posea los medios para tratarse un quebranto.
Imaginar o saber que una persona no tiene qué comer, ni pueda adquirir un medicamento o ser atendido por un médico, alguien que sobreviva en una casucha deteriorada e inhabitable , es como si el alma se nos derrumbara a pedazos.
Esa solidaridad con la condición humana es lo que nos hace más humanos.
La piedad nos aproxima a ese Dios que nos concedió sentimientos y conciencia.
Ideas y pensamientos de esta naturaleza me desconciertan espiritualmente cuando pienso en el ex presidente Medina y su probable destino. ¿Pensaría este hombre alguna vez en los desposeídos de la fortuna? ¿Cómo habrá de sentirse ante esta descomunal sucesión de escándalos durante su mandato y cuyos responsables son personas de su familiaridad e intimidad?
¿Podrá, acaso, conciliar el sueño? ¿Cuáles ideas, cuáles miedos ocuparán su mente al observar de frente las retorcidas coordenadas de su futuro? Sentir compasión por este individuo resulta menos que imposible.
Claro, él no será el único de los que corrieron a su lado en la aventura política más devastadora que se recuerde en toda la historia del país. ¿Habrá hecho conciencia, acaso, este “estadista”, de cuanto le aguarda no solo a él, sino a centenares de gente de su cercanía, intimidad, confianza?
No extraña que nadie sienta la más leve pizca de compasión por esta gente. Casi se nos corta la respiración cuando constatamos lo que este grupo de sujetos fue capaz de hacer. Nunca las instituciones, los servidores públicos, gente perteneciente al sector privado, el Estado en su conjunto y una singular cantidad de dirigentes del partido que fundó Juan Bosch lograron alcanzar tan descomunales niveles de degradación.
Es como si ninguna de las prácticas relacionadas con la moral, la decencia, el respeto quedaran en pie. Como si una tempestad inclemente arrasara con todo.
Nunca se robó, se engañó y se defraudó a tales niveles. Nunca se crearon tantos conciliábulos para apoderarse descaradamente de los recursos destinados a enfrentar los graves requerimientos de los menos pudientes y todo el país. Fuimos testigos de una borrachera que se prolongó por ocho años.
Solo que los efectos de tantos desaciertos y locuras permanecerán hostigándonos sabrá Dios por cuanto tiempo.
Por eso, no dejo de preguntarme con qué rostro este hombre mirará a quienes le rodean, a su descendencia, sus nietos, a aquellos amigos que, horrorizados ante este proceder escandaloso optaron por apartarse del camino, a sus vecinos, a la gente común del pueblo que aprieta los puños y esboza un gesto de rabia y amargura cada vez que se revela un nuevo escándalo.
Lo ocurrido debe servir como ejemplo, como el final de la historia, como límite definitivo. Es preciso legislar de forma enérgica y férrea para que estos eventos desbordados de malicia, dispendio, robos y perversidad, no puedan repetirse Hay que fortalecer el sistema judicial. Hay que crear o recrear cuerpos de vigilancia especializados y mecanismos rigurosos de control.
La justicia debe aplicarse de manera implacable, sin ninguna clase de concesiones ni subterfugios. Hay que endurecer las penas, hay que blindar para siempre a este país para que hechos tan bochornosos no vuelvan a repetirse.
Clausurar para siempre las compuertas de la depredación, del robo vulgar, del tráfico de influencias, de todas las formas que asume el delito, el aprovechamiento, la maldad, la depredación, la estafa, la burla frente a un estado de cosas que se sostiene gracias a una administración rigurosa y al empeño indeclinable de dar un ejemplo histórico ante todo aquel que sienta en sus manos y en su mente un asomo de tentación.
Hemos conocido el infierno. Es suficiente. ¡Basta ya!