Una noche sin dormir es casi media existencia perdida. Y en los últimos tiempos en la casa de Emilio era imposible pegar ojo por más de media hora. Ni en la casa de Emilio y ni en ese edificio a punto de derribo.
Los ronquidos de la vecina del piso de abajo, la crepitación de las paredes, las maldiciones, las bajadas de los baños, como si entre todos acordaran defecar y dar a la palanca al mismo tiempo, y ese mosquito necio de cada noche, que se enreda en el pelo, no para picar, sino para mantenerlo despierto con el zumbido. Así era imposible empezar un día. Más el miedo a que lo expulsaran del espacio donde estaban sembradas sus vidas.
Todo eso dejaba insomne a cualquiera por muchos sueños que se tuviera.
Fue lo primero que pensó al despertar. Sin deseos, aburrido y cansado. Pero había que saltar de la cama con honor y dispuesto a la lucha. No importaba si había dormido bien o mal. Todos necesitaban su mejor versión.
A nadie le importaba que tuviera una noche y casi toda una vida perdida. Incluso esa vecina, la de abajo. Que se creía la mujer perfecta aunque estaba arrugada como una pasa, esa vecina que se creía la mujer perfecta aunque roncaba como frigorífico antiguo, la mujer perfecta aunque parecía un cadáver de flaca, la que nunca había soportado y que ahora era su compañera de lucha.
Flor también se estiró en su cama. Vértebras, articulaciones, y huesos protestaron. Con el moho metido en el cuerpo, encendió una lámpara de luz casi agotada. Aun así, la habitación se quedó en penumbra. Arrastró sus pies hasta la cocina. Cuando el café la despertó por completo, sacudió la polvareda del derribo del día anterior. Se resistía aceptar que su casa se hiciera añicos. Cuando quieren hacerte polvo la vida, lo que menos importa es el insomnio. «Solo muerta me voy de aquí». Rezó en una silla sentada delante de un televisor apagado. Miró puertas y ventanas clausuradas con ladrillos, puntales sosteniendo medio edifico, los sacos de obra y los tablones de madera cruzados. Miró también su ropa colgada en las cuerdas y le parecieron esculturas polvorientas. Y comprobó que no le quedaban más lágrimas.
Emilio bostezó. Los huesos le hablaban de frío. Encendió un cigarrillo y le dio una calada de varios segundos.
En su rostro tenía dibujada todas las arrugas de la sábana. Tosió otra vez. Buscó petróleo en su garganta mientras iba al baño como si fuera un condenado. Volvió a carraspear. Lo consiguió: una bola tan grande y negra como él se precipitó de su garganta, segura, decidida, hacia el lavabo sucio y agrietado. Opaca, entre negro y verde, con algunos puntos rojos que se mezclaba con los resto de pasta reseca. Erguida, desafiante.
El hombre abrió el grifo. Cogió agua y se la echó por encima. Al escupitajo le pareció la primera ducha del día y, burlón, sonrió. Emilio usó la mano como caño, pero también hubo una resistencia. No quiso tocarla, le repugnaba su propio gargajo. Cogió papel, pero la bola negruzca se le escurría saltando de un lado a otro, cuando al final la atrapó, la frotó con toda su fuerza, pero no solo no se quitaba, sino que parecía más grande y más pegada al lavabo. Emilio abrió el grifo a lo máximo. El agua salía libre, pero iba a lo suyo, sin ninguna intención de ayudarlo.
Ya se escuchaba el ajetreo de los obreros derribando paredes y clausurando puertas. Flor había cambiado sus ronquidos por insultos y Emilio casi se quedaba sin su cupo de vida.
El escupitajo ni se inmutaba. Emilio utilizó todos los productos de limpieza, pero solo con el amoníaco el escupitajo pareció toser. Mutó en tamaño, en color y en hedor. Cuando más acorralada se sintió la bola de flemas, sacó toda su mala leche y empezó a corroer el esmalte del lavabo. Emilio pestañeó con fuerza para comprobar que estaba despierto; al abrir los ojos pudo ver con toda claridad sus pies descalzos por los orificios que el escupitajo iba dejando. Reculó y sin pensarlo se metió en la bañera y tiró su toalla al suelo para detenerlo, pero el escupitajo multiplicado, como un ejército invasor, también empezó a corroer los mosaicos.
Primero se fueron los jóvenes, luego los emigrantes. Y llegaron los acosos. Ahora peleaban para que los dejaran en su casa, en el lugar que habían elegido para vivir y morir en paz. Las paredes, parecían un mapa de un país con muchos ríos, montañas y carreteras. No había nada dentro del edificio que no oliera a humedad. Cada vez más oscuro, cada vez más en el límite de sus resistencias. Pero no los iban a sacar.
“Este polvo me está matando”, se quejó ella desde la ventana, impregnada de olor ruinoso. «Hoy y mañana polvo. Otro día tocará ruidos y amenazas».
Le cortaron la luz, agujerearon los techos, todo era escombro en los espacios inacabados y ellos ahí, resistiendo.
“¡De aquí no me voy!”, volvió a gritar. “¡Hijos de perra!¡Nos merecemos dormir en paz!”.
Emilio se hincó y detrás del escupitajo estiró la mano para alcanzarlo, imposible. La flema, al llegar abajo, lo envolvió todo; detrás caía mucha agua y, aunque Emilio intentaba cerrar los grifos, el agua caía como en una tormenta.
Se atrevió a sonreír al ver a Flor mirándolo, boquiabierta y pasmada a través del hueco. Y sin saber cómo, la mujer le parecía más mujer. El agua humedecía su rostro, su cabello goteaba y al caer al suelo se expandía. En algunas ocasiones le pareció verla sonreír. Sus pechos brotaban entre la tela de la bata y su piel oscurecía hasta hacerse canela.
De las grietas de las paredes empezaron a brotar hiedras, hiedras primavera, hiedras verano, hiedras otoño. Cuando se quedó sin suelo, el agua lo precipitó justo a los pies de ella. Miró su reflejo en el agua. Y era otro Emilio, Emilio montañas, Emilio ríos, Emilio verde, rojo y amarillo, Emilio vuelos, Emilio aires. Y ella era otra mujer. Mujer plumas, mujer pétalos, mujer escamas. Ríos de peces plateados trenzaron sus pies, mares de gaviotas y mariposas nublaron sus cielos. Hojas de otoño pisoteadas.
Todo fuera de ellos era insignificante. Abrazados apagaron al sol, ya decididos a no pensar en ningún tipo de ruinas. Ni en las propias ni en la ajenas. Ya nada importaba, ni los amaneceres llenos de insomnios y ronquidos, ni los bloques cayendo en sus espaldas, ni la piadosa agonía, ni la polvareda nublando la vista.
Emilio se levantó, Flor sonreía, pero no era la sonrisa amarga de todas las mañanas, era una sonrisa enferma de gozo y la abrazó entera. Un solo abrazo le sirvió para retroceder todas sus vidas. Retroceder a la nada, retroceder cuando no eran ni pensamientos. Listo para empezar de nuevo, sin flema, sin congestiones, para descubrirse aunque no haya vida.