Cuando el haitiano emergió desnudo a mediodía desde unos cañaverales, en pleno sol candente, extremadamente abrasador, y nos ofreció cañas de azúcar peladas para que mitiguemos el hambre, vimos el gesto como la salvación.
No pensamos nunca que esta acción aparentemente humanitaria nos aproximaba a la muerte.
Éramos él, mi primo Papito, ya un joven, y yo, un niño enfilando pasos hacia la adolescencia que nos juntamos para recorrer algunos bateyes en la bicicleta de mi padre, con canasto delantero y “freno de torpedo” o contra pedal (que frena tirando para atrás los pedales). En esa oportunidad avanzábamos por un camino vecinal o “carril” rodeado de cañaverales de lado a lado, que nos llevaría desde el Batey 6 hasta el Batey 7, dos asentamientos de braceros haitianos pertenecientes al ingenio Barahona.
-“Dominiquén, dominiquén, vení paleo, vení paleo, acerqué a mí dominiquén”, expresó este hombre de color negro, de casi seis pies y bien dotado según se observó en su desnuda naturaleza. Salió sigiloso desde el cañaveral, se nos acercó con una caña pelada en una mano y una filosa mocha en la otra.
– ¿Queré cañe, queré cañe domniquén? Yo pa dá cañe, vení paleo…”, dijo el hombre visiblemente extranjero, haitiano. Empleaba una extraña y casi inentendible mezcla de idiomas, algo de español y mitad patois o patuá (una “mezcla de francés y lengua de origen africano que se habla en Haití”).
Papito, sobrino de mi padre que se criaba en nuestra casa debido a la muerte prematura de su madre, dio un frenazo a la bicicleta. Se detuvo a tomar la caña pelada que “generosamente” nos ofreció el desconocido.
Yo, particularmente, acepté participar en estas andanzas por pura aventura infantil. No sabía nada de las ideas de querer fabricar escopetas ni nada que se le parezca que tenía en su mente mi primo, pero éste me convenció de que le acompañara a buscar piezas en “cementerios” de tractores y otras máquinas viejas que yacían, algunas abandonadas y otras para reparaciones en amplios solares de bateyes pertenecientes al ingenio Barahona. Una acción temeraria, peligrosa, que la hacíamos como muchacho al fin, sin medir las consecuencias. Nos aventuramos, yo que era un pequeño mozalbete y mi primo que tenía más edad, ya que era casi un hombrecito “hecho y derecho”.
El tenía un solo interés, conseguir sus tubos y piezas para fabricar sus escopetas. Pero no era casual que él me llevara a estos recorridos, todo su interés surgía porque este quería que cogiera a escondida la bicicleta de mi padre Eloy para acompañarlo a realizar estas aventuras por los bateyes.
La bicicleta no solo poseía un impresionante freno que sonaba como el “de un carro”, sino que tenía la novedad de que se accionaba dando para atrás a los pedales y contaba con un amplio canasto en la parte delantera que se usaba para colocar allí sacos de panes, bombones y “biembesabes” que se producían en las dos panaderías de la familia para venderlos en bateyes y cañaverales, especialmente a braceros haitianos.
Un día nos internamos en depósitos de máquinas viejas y abandonadas que tenía el ingenio en el Batey 6. El primo, segueta en manos, recorta pedazos de tubos de hierro a estas máquinas que estaban aparentemente inservibles, los cuales luego usaba en la fabricación de “escopetas caseras”.
No sé dónde aprendió a fabricar estos artefactos, pero admiraba a mi primo porque éste tenía muchas inquietudes juveniles. Cuando en esa oportunidad fuimos a unos depósitos de tractores y vagones viejos que tenía el ingenio en Batey 6, un guarda campestre que vigilaba el lugar nos sorprendió cortando un tubo a un tractor abandonado y nos mandó un alto, corrimos apresurados y éste nos disparó dos “cartuchazos” con su escopeta de reglamento. Al parecer hizo las andanadas hacía arriba para espantarnos u obligarnos a detenernos, porque no resultamos impactados con ninguna de las dos descargas.
Nos dimos tremendo susto, pero eso, sin embargo, no nos arredra y como los héroes de “muñequitos” de la época nos creímos invencibles, todopoderosos y tomamos “a todo lo que da” la bicicleta y seguimos como si nada hubiera pasado, imperturbable, rumbo al Batey 7. Habíamos recorrido “dando pedalazos” varios kilómetros, a todo lo largo de la carretera-carril que va desde el Batey 6 al Batey 7 y que estaba rodeada de extensos sembradíos de caña, nos sentíamos cansados, sedientos y con hambre. El ardiente sol del mediodía estaba como se dice, “dándonos en la madre”, cuando se nos apareció este haitiano como una salvación, ofreciéndonos cañas de azúcar peladas, todas limpias y apetecibles.
-Dominiquén, dominiquén, tomá cañe dominiquén-insistía mientras salía del cañaveral desprovisto de ropa y sin mostrar el menor sonrojo ni expresión de molestia por los efectos del sol. Papito detuvo la bicicleta de golpe y se fue acercando al extraño sin temor alguno hasta que éste, estando ya cerca de mi primo le espetó:
-“Ven a cogé cañe, dominiquén del diable, ven tome cañe, dominiquén del coñe, pa yo maté a usté, cogé cañe…”.
Cuando lo escuché y vi que blandía la “mocha” en una mano y extendía cañas peladas con la otra, pensé que para nosotros había llegado el fin, comencé a gritar y a pedir a Papito que nos marchemos:
-¡Corre Papito, corre, nos van a matar…!”.
Mi primo Papito era ser intrépido y no temió, desafió la virulencia de aquel ser que por su actitud violenta y sus ojos enrojecidos, mostró su decisión de matar. Yo lloraba desconsoladamente y pedía que nos fuéramos, pero él no me escuchó, siguió desafiando a aquel hombre salvaje que, por su forma, era claro que deseaba ver sangre, mucha sangre. No podía huir del lugar porque para colmo no sabía conducir bien la bicicleta.
En medio de la tensa situación, vimos en la lejanía que se acercaba una “trulla” de personas en caballos y mulas, eran comerciantes, “venduteros” que se trasladaban en recua a vender en el Batey 7 todo tipo de mercancías, utilerías agrícolas, pantalones, camisas, zapatos, botas y otros productos a braceros haitianos. Cuando vio el tropel que se acercaba, este hombre fornido, de visibles venas negras y fuerte contextura física comenzó a retirarse despacio, pero siempre esgrimiendo amenazante su filosa arma. Ya a orilla del cañaveral, comenzó a vociferar cosas en un lenguaje que no entendíamos porque los pronunciaba, según creímos, en el dialecto haitiano patois (patuá).
Los comerciantes se acercaron y el haitiano emprendió la huida por el cañaveral, sin importarle las “peluzas”, ni cortaduras de las afiladas hojas de las cañas, ni el insoportable calor. Explicamos a los venduteros lo que nos ocurrió y éstos se lamentaron, pero nos dijeron que éramos osados, guapos, porque nos aventuramos a transitar solos por aquella rústica y larga carretera bordeada de sembradíos de cañas de azúcar.
-“Nosotros ya no nos atrevemos a andar solos por aquí. Tenemos que venir en recuas para evitar los asaltos”, relataron. –“Cuando veníamos solos nos asaltaban y nos quitaban las mercancías”.
-“Algunos comerciantes incluso fueron ultimados y despojados de sus productos, después de lo cual los enterraron en los cañaverales”, comentaron. Apuntaron que probablemente el que nos atacó era un “congó” o campesino iletrado haitiano, parte de un grupo de otros “congoses” que habían sido traído hacía pocos días al país, cuasi esclavos, para asentarlos en los bateyes para usarlos en el corte de la caña de azúcar en cañaverales del ingenio Barahona.
Seguimos nuestro viaje para el Batey 7, esta vez con más seguridad, ya que contábamos con la protección de estos comerciantes. En el batey Papito encontró sendos tubos y otras piezas que usaría en la fabricación de su arma casera. Retornamos en la tardecita acompañados de otros viajantes y llegamos entrada la noche a Tamayo.
Pasaron los días y perdí el contacto con el primo Papito, ya que él tenía sus tubos y era lo que al parecer era lo que le interesaba. No volvimos a inventar nuevos viajes a los bateyes. Una apacible tarde, sin embargo, mi padre Eloy y su hermano el papá de Papito, el tío Silvestre, tomaban café y fumaban tabacos en el patio de mi casa cuando, repentinamente, escucharon una detonación. Azorados, se preguntaron: -¿Y esa explosión?
El estallido, que sacudió la tranquilidad del vecindario, provino de la finca productora de bananos que estaba justo detrás de mi vivienda hogareña. El predio, propiedad del conocido exportador de guineos de la zona, don Humberto Michel, esposo de tía Estervina, se prestaba para la cacería de pájaros como los rolones, carpinteros, ciguas y cuervos, ya que tenía plantaciones de plátanos, guineos, matas de coco, mangos, guanabanas, lechosas y otros frutos apetecibles a humanos y a las aves.
Ratos después del disparo, Papito se apareció compungido, con cara ennegrecida y la mano izquierda literalmente destrozada, sus dedos “ripiados” y sangrando profusamente. Éste fue conducido de una vez al centro médico del lugar y gracias a Dios no perdió su mano.
No volvió a inventar con la fabricación de escopeta casera y pasado el tiempo emigró a Nueva York donde reside actualmente. En una oportunidad, antes de que de marchase, pregunté a éste por lo sucedido y me dijo:
-“La escopeta quedó bastante bien, pero la cargué con mucha pólvora y en el primer intento para probarla me reventó la mano”.
*El autor es periodista.