Dentro del Estado de derecho constituye un importante objetivo social que cualquier persona acusada como responsable de un acto ilegal o delito no pueda ser juzgada ni condenada sin que cuente en su auxilio con una defensa.
De ahí la existencia del defensor, privado o público, para quien su primera misión es abogar en favor de su defendido.
Cierto es, por demás, que el encartado, o aquel contra quien se ha iniciado un procedimiento que conducirá a un proceso, no deba ser considerado ni tratado como un “enemigo de la sociedad” hasta tanto no se le pruebe responsabilidad en un acto punitivo.
Y cierto es también que una verdadera justicia nunca aplica una pena en ausencia de pruebas de delito.
Varias prácticas pasadas de nuestra Justicia y aun algunas actuales hablan de una Justicia que vulnera o daña antes de probar. Por eso la validez de una concepción del derecho garantista de prerrogativas individuales y de una visión y práctica que preserve la dignidad del acusado.
Hasta aquí, como ciudadano que proclamo el respeto al derecho y a la dignidad, me postulo enteramente en favor de la concepción y práctica del derecho garantista. Cuando en esta materia asumimos una posición de cuestionamiento es en el momento en que el interés individual se hace chocar con el interés público o social.
Tenemos diferencias con algunas prácticas jurídicas existentes en nuestro país que parten de la idea de que el papel del abogado es lograr, por encima de toda consideración, la absolución del “cliente”.
Hay casos en que se sabe de la culpabilidad del defendido, y en el que por tanto, la labor de defensoría debería circunscribirse a evidenciar los elementos atenuantes capaces de incidir en la disminución de los montos de la pena. Traspasar esos límites es salirse de contexto.
Cuando un defensor, aun en conocimiento de la real culpabilidad del acusado, busca “probar” lo contrario usando para ello artimañas, interpretaciones retorcidas o tecnicismos, cae en una posición que salta a la ética y olvida su rol de conciliador del interés individual con el interés público.
Para una determinada cantidad de nuestros abogados puede sonar utópico que el interés social deba siempre estar por encima del interés individual.
Somos del parecer que el garantismo individual debe estar en función del garantismo social, y que el garantismo individual llevado hasta su último extremo puede causar daños irreversibles al interés social, a la sociedad misma.
Ojalá que nuestras escuelas universitarias de Derecho y las demás instituciones constituidas para la formación jurídica, entiendan lo esencial del ejercicio ético y lo fundamental que es que sus egresados actúen a tono con el bien social.