¡Carlitos, Carlitos…se ahoga Carlitos!

¡Carlitos, Carlitos…se ahoga Carlitos!

¡Carlitos, Carlitos…se ahoga Carlitos!

-¡Carlitos, Carlitos, se ahoga Carlitos!-clamaba mientras corría apresurado por toda la orilla del río. Las aguas del Yaque del Sur arrastraban corrientes a bajos, en el tramo de Tamayo para Uvilla, a mi primito Carlitos.

Como muchacho al fin, estaba confuso y no sabía qué hacer. Pensé entonces que tenía que salvarlo. Comencé a correr, quería adelantarme al cuerpecito que arrastraban las aguas. Cuando logré ponerme en tierra delante de él me lancé al río.

Transcurría un caluroso día del mes de junio en la víspera de las fiestas patronales. Los parroquianos se preparaban para la celebración del Día de San Antonio El Labrador. Los habitantes de Tamayo, terruño enclavado en la provincia Bahoruco que resalta por ser productor de plátano, guineo, coco, frutas, caña de azúcar y otros rubros agrícolas, celebra los 13 de junio sus fiestas patronales.

-¡San Antonio El Labrador, quita el agua y pon el sol!, se oía como ruego de los moradores para que el santo de su devoción evite las lluvias que pudieren interrumpirles las fiestas.

Los bares se habían abastecidos de rones, cervezas y refrescos. El hielo llegaba en grandes bloques procedente de la fábrica de los Melo de Barahona.

Los paseos en el entorno del parque no podían faltar. La gente los disfrutaba a ritmo de danzones, marchas de corte militar y merengues que interpretaba la Banda Municipal que dirigieron los maestros Gatón y  Arturito Méndez. La época invitaba al ensueño y a los amoríos platónicos. Los solteros se aprovechaban para lanzar loas al amor y cantar “Palo Bonito”, aquella icónica canción de Ángel Viloria que simboliza el ruego del que busca novia para que su santo milagroso le ayude a conseguir una pareja.

-“! Tengo a San Antonio puesto de cabeza

si no me busca novio nadie le endereza

¡Palo palo palo! Palo bonito palo eh!

Eh eh ah palo bonito palo eh

Virgen de Altagracia, compañera mía,

Tú para tu casa y yo para la mía”.

¡Antonio, bendito, te vengo a rogar!

Búscame una novia que me quiero casar

¡Palo palo palo! Palo bonito palo eh!

Eh eh ah palo bonito, palo eh”.

Las tiendas y los mercados lucían muy activos, la gente aprovechaba para estrenar “remúa nueva”. Compraba zapatos, camisas y pantalones que se ponían el día de la celebración. Los pobladores de comunidades vecinas también disfrutaban de estas fiestas en bares y en el parque de la comunidad.

En el momento esperado, en la tardecita del día del santo patrón, los parroquianos salían a mostrar sus ropas nuevas y sus zapatos lustrosos. Los que no pudieron adquirir vestidos, pantalones y zapatos nuevos, lavaban y almidonaban bien los que tenían, porque al fin y al cabo, lo importante era salir “pepillitos” o “pepillitas”  a pasear por las calles, dar vueltas en el parque y disfrutar de las festividades.

Algunos lugareños salían a pasear en sus monturas y otros acudían a lustrar los zapatos con los “limpiabotas” del parque, los cuales usaban cepillos que fabricaba el icónico decimero Sotico, quien usaba madera de pino, pelos de caballos, de mulos y de burros para su elaboración.

La “clase alta” que integraban unas pocas familias del pueblo, tales como el síndico, el presidente, el tesorero del ayuntamiento y otras autoridades; los dueños de tiendas y almacenes, el médico del pueblo y otros profesionales festejaba en el club Esperanza, ubicado frente al mercado, en la calle 10 de marzo. Este era el sitio ideal para este sector hacer celebraciones, elegir la reina del pueblo y realizar las fiestas privadas.

En aquella tarde colorida, multicolor, los ciudadanos se mostraban alegres mientras transitaban “para arriba y para abajo” por las pocas calles de la comunidad. Los niños y niñas correteaban y no faltó uno u otro infante, o también adulto, que sufriera porque los zapatos que sus padres habían adquiridos con tantos sacrificios en las tiendas de Nino, Nayo Méndez, Adolfo Morales y Federico Abud, no les sirvieran, les habían quedado pequeños y no podían salir a lucirlos.

Otros aprovecharon para ir a bañarse al rio o a los canales de agua dulce. Un grupo fuimos al Yaque del Sur que cargaba entonces un buen caudal de aguas limpias, cristalinas y a veces embravecidas. Carlitos había ido acompañado de su hermano Arnoldo y sus hermanitas. Tal vez era – con unos cinco o seis años- el más pequeño del montón de niños, niñas y adolescentes que fuimos al río. En el trayecto aprovechamos para internarnos en los conucos para marotear mangos, lechosas, guanábanas y otras frutas.

Ya estando a orilla del torrente, en un inesperado instante, Carlitos se lanzó a las aguas que se deslizaban raudas sobre su cauce. Instintivamente divisé que algo subía y bajaba, que algo se zambullía y avanzaba, y que parecía un objeto negro como “cueco de coco” quemado. Como sus padres, el comerciante Paradís y la tía Oliva, Carlitos, de tez blanca, tenía copiosos cabellos negros, tan negros como “ojos de azabaches”. Sus pelos parecían de “chinos”, comentaba entonces la gente.

Observé, mientras corría, que la fuerza de las aguas lo arrastraba y Carlitos apenas atinaba a “aletear” con las manitas. Pudo ahogarse, el cuerpecito de éste flotaba aguas a bajos. Aunque también era otro niño, tuve el ímpetu de correr por tierra hasta colocármele delante. Me lancé a las aguas, nadé y logré sujetarlo.

Las aguas bajaban con fuerza, nos atraparon y nos llevaron hasta donde se bifurcaba el río. Allí chocamos  con un muro de tierra similar a una “islita” poblada de matas de memisos, caña brava y otras plantas. Las aguas se repartían en dos corrientes que luego se juntaban cuando pasaban el promontorio, formando un feroz remolino que nos empujó hasta el otro borde.

En un esfuerzo inaudito, desesperado, atiné a sujetarme a una mata de caña brava. La presión del agua casi me obliga a soltarme. Los brazos se me debilitaban y por poco desfallecía.

Pero seguía aferrado al niño, lo sujetaba con el otro brazo, pero en eso varias personas acudieron a salvarnos, tomando y llevándose sólo a Carlitos. Se olvidaron de mí. En el afán de salvarlo ignoraron que yo estaba también allí esperando ser auxiliado.

Sin alternativa, seguí asido a la mata de caña brava que estuvo a punto de desprenderse por la presión de las aguas.

Ya no soportaba más, estaba desvaneciendo y en eso sentí un último aliento, una suerte de fuerza cuasi divina que me impulsó hacia las afueras del río.

Carlitos es ahora un flamante médico anestesiólogo que ejerció en la capital y que reside en la región Este, específicamente en Higüey, donde tuvo su propio centro de salud.

Como paradoja de la vida, Carlitos fue tiempos después el anestesiólogo que asistió a mi esposa Luz Virginia en una exitosa intervención quirúrgica que le practicaron en un centro médico de Santo Domingo. Años más tarde, pero en otra situación calamitosa de la salud de mi compañera, ésta sucumbió ante mortíferos ataques de células cancerígenas que abrumaron sus ganglios linfáticos.

De tiempo en tiempo me asalta una reflexión.  Pienso en aquellos inolvidables sucesos de la infancia y la adolescencia, los cuales me inclinan hacia un enorme deseo de reencontrarme con Carlitos, darle un fuerte abrazo a distancia y expresar un sopesado agradecimiento por la vida.

*El autor es periodista.



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