En su discurso del miércoles 18 de agosto, el presidente Abinader anunció su propósito de promover una reforma constitucional que “blinde” algunos de los avances democráticos de las últimas décadas.
Como no propuso nada en concreto, no hay mucho qué analizar. Sin embargo, sí es relevante que se discuta la utilidad y efecto de proteger avances democráticos mediante el “blindaje” de la Constitución.
Por lo general, este “blindaje” implica dificultar hasta hacer casi imposible la reforma constitucional. El razonamiento detrás de esto es sencillo: como algo es bueno, lo ideal es evitar que se pueda cambiar en el futuro.
Así se garantiza que permanezca en el tiempo.
Sin embargo, esta lógica conjuga mal con la realidad de las sociedades democráticas e, incluso, con la permanencia en el tiempo.
Las razones son muchas, y fueron evidentes hasta para los fundadores del constitucionalismo democrático. Thomas Jefferson defendía la idea de que las Constituciones se reformaran completamente cada dos o tres décadas, bajo el argumento nada desdeñable de que cada generación merece gobernarse a sí misma y que la tiranía de los muertos es contraria a la democracia.
Y es que hay que distinguir entre una Constitución en particular y el sistema constitucional como forma de gobierno y convivencia.
Todo esto por una poderosa razón: las Constituciones son herramientas llamadas a regir una sociedad concreta, con sus problemas particulares.
Por eso, debe ser capaz de adaptarse siempre a los cambios que se producen en ella. Si no es capaz de hacerlo, los problemas se agravan y la cuerda se rompe por lo más delgado: la propia Constitución, que termina siendo desechada por vías no democráticas.
De tal forma que las Constituciones que mejor resisten los vientos huracanados de los conflictos democráticos son aquellas que, como los juncos, son capaces de arquearse sin romperse. Aquellas que son demasiado rígidas no suelen resistir.
Los ejemplos actuales sobran, y uno de ellos es España. Desde hace una década la vida política y social española gira alrededor del conflicto territorial. La extrema dificultad de reformar sus cláusulas constitucionales hace imposible el diálogo y lo convierten en un juego en el que se gana o pierde todo.
Los españoles de hoy viven una grave crisis institucional por el hecho simple de que están gobernados por lo decidido hace casi dos generaciones.
Este problema es el punto de partida y llegada de la doctrina constitucional y los debates políticos; sin que pueda solucionarse, impide asimismo que esa sociedad pueda centrarse en resolver otros.
La mejor y única forma de proteger una Constitución es logrando consensos sociales y adaptándola a estos.
Lo contrario es meter todos los huevos en la misma canasta y salir despreocupados con ellos por los pedregosos caminos de la vida democrática.