Mi padre tiene una afición fija e incontrovertible: solo escucha canciones de cantantes muertos. Eso hace todos los días.
Y desde muy temprano, en la mañana, las canciones de los difuntos se apoderan de la casa. Van y vienen; y el matrimonio de voces y melodías de distintas épocas deambula por todos los ámbitos hasta muy entrada la noche.
Yo también tengo que escucharlos. Todo el día. Vivimos solos y juntos.
Mamá hace tiempo que no está con nosotros.
Los amigos que tuvo, uno a uno, le regalaron sus colecciones de discos. El dueño de una emisora clausurada le vendió una parte de la discoteca; y otra cantidad mayor llegó por distintos caminos.
No me cuesta nada insistir. Así que, aprovecho los días de buen ánimo, y le pregunto por qué tiró el ancla en el pasado. No me responde. Hace que no me escucha; o que le hablo al viento.
Hay canciones de cantantes vivos, le digo, con letras divinas, de mucho sentimiento y con arreglo de grandes compositores. ¿Por qué se impone ese límite tan triste? No responde.
No quería aceptar mi derrota y le propuse varias canciones del ibérico. No se daba cuenta del peligro si no ensanchaba el horizonte de su cancionero. Quería adelantarme a duras consecuencias. Insistí. Hablé del excelente repertorio de Juan Luis Guerra. Agregué a la lista varios cantantes de México. Todos grandes artistas vivos… Y no dijo nada.
La casa se llena todo el día de esas canciones. Y son las mismas canciones, siempre. O eso pienso yo.
Un día mi padre se saltó la valla de la vida cotidiana. Y la casa quedó en silencio. El silencio ganó una inconmensurable espesura; y creció de manera alarmante durante varias semanas. El fenómeno carecía de lógica. No había una explicación razonable. Yo pensé en las consecuencias. El silencio se salió de cauce. Era exasperante y sólido. Taladraba el alma hasta desbordar la cordura.
Ahora me preocupo por su nueva rutina: se despierta de madrugada. Entra a la cocina. Hace café para los dos. Yo preparo tostadas con huevos escalfados. Desayunamos juntos; y luego se enreda en los avatares de todos los días… Sale de la casa hacia el jardín, camina despacio durante una hora, recorre los senderos de listones largos de madera, colocados sobre el césped; y se apoya con firmeza en su bastón de uso diario. Hace el recorrido pensativo y cabizbajo, ebrio de canciones cantadas por cantantes muertos.
No le pregunto, porque ya lo sé y hago malabares para guardarme la lengua y evitar un mayor distanciamiento entre los dos, insólitos y tristes días de silencio; o, quizá, una mala conversación.
Las horas pasan con su peso, cada día. Almorzamos y cenamos juntos, pero en la mesa él ya no me habla, más bien me elude, y yo respeto su inviolable derecho a guardar silencio. Y lo dejo en libertad para que actúe de acuerdo a sus personales razones.
A mí, independientemente de su cortina de silencio, no me puede engañar. Yo sé que hizo un balance exhaustivo y se dio cuenta que estaba seco, que su cadena melódica no tenía más eslabones y su destino era oscuro, con pesadas piedras en el alma, porque ya había escuchado todas las canciones de los cantantes muertos.