Conozco a un contumaz crítico que cada vez que puede embarra a un colega suyo descalificando su propensión a opinar sobre todo sin ser periodista ni político ni cura, sino abogado y activista ciudadano.
Ese mismo sastre a quien la farándula dizque le disgusta, pero lo entretiene, es tan bellaco que goza contradiciéndose a sí mismo, pues muy orondo presume de ser como una vellonera: sólo suena si recibe dinero. No sé por qué priva en malón pues me consta cuán generoso puede ser cuando quiere.
A diferencia de quienes son sólo abogados, muchos periodistas que preferimos temas serios como la política o la economía, igual que otros escritores, filósofos o poetas, escribimos porque sentimos la imperiosa necesidad de decir algo.
Peor, aunque lo neguemos por hipocresía o falsa modestia, nos fascina ser leídos, reconocidos y ocupar un puesto relevante en la discusión de asuntos públicos.
Louise Glück, tras recibir su Nobel por literatura, confesó que quienes escribimos compartimos el hambre de aplausos y la aclamación.
Quizás escribir sin aspirar a ser leído es como cantar ópera encerrado en un armario o ser una vellonera, «state of the art» pero apagada.