Mi padre fue un ecologista con conciencia del medio ambiente, sin ser un biólogo.
En la praxis, fue un filósofo empírico de la ecología, por su defensa apasionada de los árboles, los ríos y los bosques.
No escribió libros, pero sembró muchos árboles.
Se entristecía en épocas de sequía y celebraba la lluvia al caer. Me decía que cuando era niño llovía más que cuando ya era viejo, y esto es una prueba de los efectos nocivos de la deforestación y de los crímenes de lesa ecología impulsados por el hombre.
Sin embargo, no es si no en los últimos años cuando se empezó a hacer conciencia de este fenómeno y de sus efectos para la humanidad, y a hablar del cambio climático como uno de los temas más cruciales de nuestra época.
En el siglo xx, el problema esencial era el de una eventual guerra nuclear, protagonizada por las dos superpotencias hegemónicas (URSS y USA) y la exigencia de la desnuclearización del planeta, en la meta por conquistar la paz mundial.
Hoy, no es un secreto, la elevación de la temperatura, las sequías y la desaparición de ríos, otrora caudalosos. Todo esto por efecto de la explosión demográfica, la aplicación de energías no renovables, el uso de materiales no biodegradables, la utilización indiscriminada de máquinas y fábricas que crean agujeros destructivo de la capa de ozono.
Además de este panorama, otros problemas son los incendios forestales que devoran miles de hectáreas de bosques, la explotación de minas que modifican el ecosistema, la desaparición de cientos de especies animales, el empleo de combustibles fósiles, la deforestación de los bosques verdes, la extracción de agregados de los ríos y el uso antiético de aerosoles.
Desde luego que estas prácticas insensibles están provocando el aumento de las temperaturas en épocas inusuales, el crecimiento de los mares y lagos a niveles nunca vistos, el dislocamiento de las estaciones del año, el incremento de la velocidad de los huracanes y sus posteriores inundaciones.
Este cuadro dantesco presagia la desaparición de cientos de islas, que serían engullidas por los mares, similar al fenómeno de las gigantescas glaciaciones prehistóricas.
Ante este drama global, se impone la necesidad de acuerdos y soluciones también globales de parte de las naciones más poderosas del mundo, más allá de puras retóricas demagógicas.
De modo que las soluciones han de ser urgentes, sinceras y radicales para evitar el colapso del universo, si queremos un planeta habitable, y menos hostil para nuestros hijos y nietos, y demás descendientes.
Se imponen pues normas jurídicas de los Estados y de las grandes potencias políticas y económicas para atenuar y conjurar los factores causantes del cambio climático, que está trastornando el ecosistema del planeta.
Las prácticas industriales y los crímenes a la naturaleza han de tener un sistema de consecuencias, a la luz del derecho internacional, para evitar sus causas, y crear un equilibrio ecológico que demanda el planeta Tierra, urgentemente.
Si hoy asistimos a la experiencia recurrente y temporal de huracanes cada vez más devastadores y de desastres naturales más caóticos e impredecibles, la razón hay que buscarla no en la naturaleza rebelada, sino en sus habitantes, y más aún, en la indiferencia e inconsciencia de las potencias hegemónicas, que se niegan a anteponer la vida humana a sus intereses.
O cumplir los tratados de Kyoto y París, y otros protocolos rubricados en cumbres de jefes de Estado y de Gobierno.
Hasta ahora, y por lo visto, ha faltado voluntad y sincerización de los líderes mundiales para salvar el planeta del colapso y la hecatombe definitiva