
“Cuando matan a una mujer, nos matan a todas las madres, a todas las mujeres que habitamos en el territorio nacional”, dijo recientemente Faride Raful, ministra de Interior y Policía.
Cada año, cada mes, cada semana, se repite el mismo drama: una mujer asesinada por su pareja o expareja, una comunidad estremecida, una rueda de prensa, una promesa institucional y, sin embargo, el ciclo continúa. ¿Por qué? ¿Qué estamos haciendo mal?
En República Dominicana, en lo que va de 2025, se han registrado más de 50 feminicidios, de los cuales la casi totalidad fueron íntimos, o sea, cometidos por parejas o exparejas sentimentales.
Aunque las cifras muestran una leve disminución respecto a años anteriores (71 feminicidios en 2024), la tragedia humana persiste y lo más alarmante es que más del 80 % de las víctimas no había reportado violencia previa, lo que revela una falla profunda en los mecanismos de prevención.
A pesar de las estrategias anunciadas por el Gobierno, los casos de mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas mantienen la alarma social.
En los primeros 14 días de septiembre se registraron seis feminicidios en diferentes provincias del país, de acuerdo con los reportes de la organización Vida Sin Violencia, lo que, a juicio de la entidad, refleja que las medidas de protección aún no logran detener a los agresores.
El 3 de septiembre, Anaís Mendoza, una niña de 17 años, fue muerta en un hecho que sus familiares describen como resultado de la obsesión de un hombre de aproximadamente 50 años.
Un día después, Yenny Echaverría perdió la vida a manos de su expareja, Dioquer Florentino Ogando, “El Pinto”, de 44 años, quien, posteriormente. se suicidó en el distrito municipal de Hato del Padre, provincia San Juan.
El 7 de septiembre, Katherine Frías Aquino, de 20 años, fue asesinada a tiros por su expareja, el raso de la Armada de la República Dominicana (ARD) Iván Rafael Sosa, en la comunidad de Villa Penca, Haina, provincia San Cristóbal.
También fue reportado el feminicidio de Maite Evangelina Gerónimo de la Cruz, de 16 años, quien falleció tras recibir múltiples heridas de arma blanca que le habría propinado su expareja, de 26 años.
Los asesinatos continuaron el 11 de septiembre con la muerte de Altagracia Mercedes Feliz Reyes, de 33 años, en el municipio de Guerra, Santo Domingo Este, a manos de Smaylen Peralta Almonte, a pesar de que en el caso había orden previa de alejamiento y otras medidas de protección provisional.
Estos hechos ya no son excepciones, sino síntomas de una cultura que sigue formando hombres incapaces de gestionar sus emociones, sus frustraciones, sus vínculos. ¡Esto es mucho con demasiado!
Históricamente, los programas oficiales se han centrado en intentar proteger a la mujer, con muy poco éxito, por cierto: casas de acogida, líneas de emergencia, órdenes de alejamiento, medidas que pudieran ser necesarias, pero insuficientes, fundamentalmente, porque la acción se produce cuando ya el daño está hecho, por lo que, en vez de prevenir, lo que se hace es reaccionar.
La lógica de protección a la mujer, que insisto en que, además, resulta fallida, genera la imagen de una víctima pasiva y la presenta como un sujeto que debe ser resguardado, no como una ciudadana plena de espacio, decisión y derecho, y deja intacto al agresor, al hombre que sigue siendo formado en una cultura de dominio, silencio emocional y violencia como respuesta.
Aquella fatídica expresión de que “agarre su gallina que mi gallo está suelto”, retumba en los oídos de generaciones anteriores en las que, sin que se manifestara como la epidemia en la que hoy se ha convertido, la violencia contra la mujer no era desconocida.
Desde diversas ópticas, y desde la experiencia de décadas observando el fracaso de los enfoques tradicionales, resulta obvio que la solución está en educar al hombre, en vez de esperar actuar en su contra cuando ya la ha golpeado o ha matado.
El proceso de formación de los seres sociales (hombres y mujeres) debe iniciar en el hogar, continuar por la escuela, por los grupos sociales, ligas deportivas, iglesias y en cualquier otro tipo de instancia y/o estancia en la cual, la conducta, el respeto, la consideración y la distancia deben ser principios fundamentales.
Si hace treinta años se hubieran implementado programas de formación emocional, ética y de género en las escuelas, hoy República Dominicana tendría generaciones menos violentas, con personas capaces de nombrar sus emociones, de resolver conflictos sin violencia, de convivir con respeto y empatía.
Experiencias en países como Uruguay y Colombia han demostrado que los programas de masculinidades críticas pueden transformar profundamente los patrones de conducta masculina. No se trata de culpabilizar al hombre, sino de reeducarlo, de ofrecerle herramientas para vivir en paz consigo mismo y con los demás.
La lucha contra el feminicidio no puede seguir siendo una carrera de contención. Debe ser una revolución social y educativa, una apuesta por la prevención real, por la transformación cultural, por el cambio de paradigma.
Cada feminicidio es una tragedia, pero es también una oportunidad para repensar el enfoque, para dejar de proteger y empezar a educar, para dejar de reaccionar y empezar a prevenir.
La gente no desearía “personas vigiladas”, si pudiera contar con “personas transformadas”. Ya es tiempo de un verdadero cambio de enfoque, un paradigma diferente para prevenir el feminicidio y otros tipos de insostenible violencia.