Mientras más datos conocemos sobre la muerte de David de los Santos, más turbio se revela el manejo de la Policía Nacional.
Los vídeos y testimonios que han salido a la luz ponen en evidencia la crueldad extrema con la que fue tratado y la forma en la que los agentes encargados de garantizar su seguridad se burlaron de él en el trance que lo llevó a la muerte.
El trato inhumano no acabó con la golpiza, sino que continuó en la forma clandestina en que fue llevado moribundo a un hospital y la ocultación de estos hechos a la familia.
El despropósito no se detuvo ahí. Una vez estallado el escándalo se hizo lo posible por evitar que la población viera las responsabilidades donde están: en la Policía y su cultura de desprecio por los derechos fundamentales.
Sin embargo, no hay forma de eludir esa responsabilidad, ni tampoco de que resurjan casos similares, que los hay. Por eso, la “solución” a la que se juega es a la misma de siempre: dejar que el tiempo corra apostando a la corta memoria de la sociedad dominicana.
Esto puede explicar el motivo por el cual el director de la Policía dejó plantados a los diputados que lo llamaron a brindar explicaciones sobre estos hechos.
Pero, aunque las cosas se olviden, aunque salgan de nuestro campo de visión, el problema sigue siendo real. Y cada vez que vuelva a llamarnos la atención, estará peor. Estos males no se resuelven espontáneamente, requieren trabajo, paciencia y, sobre todo, claridad respecto de aquello con lo que nos enfrentamos.
Por mucho que sea cierto que la Policía es un reflejo de la sociedad que aún somos, es un obstáculo para la que queremos ser. El orden social basado en la violencia no es otra cosa que una bomba de relojería a la espera de su inevitable estallido. La reforma debe ser radical y profunda, aunque se tome su tiempo. Pero este estado de cosas tiene que cambiar.