En estos días en que todo parece estar consumado en lo que respecta al Presupuesto General del Estado, siento, como municipalista y como ciudadano que conoce el pulso de los territorios, la obligación de levantar la voz. No por capricho, sino porque quienes mueven los hilos del poder parecen olvidar que sin gobiernos locales fuertes no existe desarrollo nacional posible.
Es un secreto a voces que jamás se ha cumplido con la ley que define los recursos que deben recibir los gobiernos locales. Pero, amado lector, no se trata de que les recorten “un chin”. No. Los ayuntamientos y juntas de distrito apenas reciben cerca de un 20 % de lo que realmente les corresponde por ley. ¿Cómo, entonces, podemos exigirles que cumplan con sus funciones mínimas? ¿Cómo pedirles modernidad, eficiencia, transparencia y un servicio digno cuando se les estrangula financieramente año tras año?
Esta es una sociedad que ya no es la de hace veinte años. Es la sociedad informada del siglo XXI.
La que exige igualdad para envejecientes y personas con discapacidad; que pide tecnología en la gestión urbana, datos abiertos, un manejo transparente del dinero público; la que exige modernidad en la separación, recolección y transporte de los residuos sólidos. Una sociedad que quiere arbolado urbano, monitoreo satelital del uso del suelo, espacios públicos dignos, seguridad y planificación.
Y todo eso, absolutamente todo, recae sobre los hombros de los gobiernos locales, según lo establece la ley.
Pero mientras esa realidad exige más, la otra, la cruel, es que los servidores municipales, decenas de miles de hombres y mujeres en el país, reciben salarios de miseria. No me refiero a los funcionarios electos, sino al personal que sostiene el día a día municipal, tales como barrenderos, técnicos de urbanismo, encargados de ornato, inspectores, operadores, administrativos, vigilantes y choferes. La mayoría no alcanza ni siquiera el salario mínimo cotizable para tener una seguridad social elemental. Es un drama humano que nadie quiere mirar de frente.
En uno de los programas donde suelo participar, un periodista me lanzó una pregunta que me dejó tambaleando por unos segundos: “¿Por qué no se rebelan los alcaldes y los regidores y exigen con fuerza lo que les corresponde?”.
Sentí que me arrinconó en las cuerdas, pero reaccioné rápido y respondí lo que muchos piensan y pocos se atreven a decir: la clase jerárquica en la cúspide del poder los tiene acorralados.
Les dan limosnas que alivian un poco cuando la presión social en los territorios se vuelve insoportable, y con ese paliativo los mantienen tranquilos. Son víctimas, sí, pero también son cómplices, porque han tolerado durante años un modelo desigual que debieron enfrentar unidos.
Cada cual en lo suyo. Y ese es, precisamente, el origen del problema, y es que cada actor del sistema ve el presupuesto desde su óptica, desde sus urgencias y desde su parcela. Pero nadie mira el país desde los territorios, donde realmente se vive y se siente la nación.
Es hora de que congresistas, gobernantes y todos los involucrados en la formulación del gasto público entiendan que cumplir con la ley municipal no es un favor. Es una obligación. Una deuda histórica. Una pieza esencial para construir un Estado moderno, eficiente y cercano a la gente.
Porque lo repetiré siempre: sin gobiernos locales fuertes no hay desarrollo nacional. Y sin justicia presupuestaria no hay gobiernos locales fuertes.