Hay lecciones que se aprenden muy temprano. Otras que cuestan mucho más tiempo. En ambos casos, aunque alguien más sabio te avise de lo que puede pasar, la única forma de aprender la lección es viviéndolo en carne propia. Ahora que mis años me permiten dar consejos me doy cuenta de que no escuché la mayoría de los que a mí me dieron y, mirándolo en perspectiva, tomar mis propias decisiones fue la mejor manera de hacerme más resistente y sobre todo más sabia.
No quiere decir que no tomes en cuenta opiniones de gente cercana, es que actúes convencido de lo que vas a hacer y lo vivas. Acertarás algunas veces. Te equivocarás muchas otras.
Uno de esos aprendizajes que me ha costado mucho interiorizar es que blanco y negro solo son colores y, por tanto, los extremos son malos en todos los sentidos.
Mi cabeza metódica no llegaba a comprender esos grises, esas aristas que hacen que algo no sea ni tan malo, ni tan bueno como podemos pensar.
Hoy veo muchos extremos, muchas personas que enarbolan valores, verdades y acciones que rozan el fanatismo (en ambos lados de la balanza).
Y me da miedo porque eso hace que no exista empatía salvo con aquellos que piensan como tú. Lo sé porque por mucho tiempo yo fui de extremos, pero aprendí esa lección, y desde que soy capaz de no juzgar todo como bueno o malo he llegado a darme cuenta de que el respeto se logra respetando y que nadie puede coartar o imponer a otros sus pensamientos si no está dispuesto a que con él hagan lo mismo.
Nadie tiene esa perfección moral que le dé la verdad absoluta. Respetemos, tengamos nuestros principios, defendamos las cosas, pero recordemos que no todo es blanco o negro.