Una vida buena.
La cultura del éxito promovida por nuestra sociedad de la codicia y el consumo arruina la vida de millones de seres humanos. En los negocios, en la política, en el prestigio social, en los estilos de vida y hasta en las expresiones espirituales, se promueve la idea de que se debe competir con los demás para llevar la delantera o alcanzar las posiciones más elevadas, donde la inmensa mayoría nunca llegará. Y los ganadores tienen el derecho a pavonearse frente a la masa derrotada. La frustración de los más sirve de leña para la chimenea que le brinda calor al ganador. Es el culto al ego, a la individualidad agresiva que se erige como un ser excepcional en comparación a la medianía considerada mediocre.
La búsqueda del éxito intensifica el stress entre ganadores y perdedores, los pocos primeros por mantenerse en la cúspide y los muchos segundos por intentar escalar al lugar exclusivo de los pocos. Se burla de la generosidad y la solidaridad por calificarlas como valores de los débiles, como paliativo para los que no logran destacarse o ganar en la competencia, en cualquier tipo de competencia.
Negar la igualdad de todos y construir una sociedad piramidal es de las estupideces más grandes que el género humano ha podido imaginar e implementar. Se requiere para sostenerse cercenar la lucidez que el existir mismo nos enseña, desde el azar de llegar hasta la existencia, hasta la ineludible muerte que cierra el tiempo de vida. Ni nacimos los mejores, ni ganamos el existir por mérito alguno. Y al final la muerte nos iguala terriblemente, nada conservamos, nada nos llevamos. Ni las pirámides hechas por los faraones para que les sirvieran de tumba hizo que su muerte fuera diferente a las de los esclavos que las construyeron. Todos morimos iguales, y en la muerte lo perdemos todo.
La vida por tanto debe guiarse por el éxito o el poder. El individualismo es una insensatez, la codicia un arar en el mar. La vida buena se construye con el amor y la libertad, con la lucidez y el cuidado de todos.