En los días posrevolución de 1965 hasta el fin de la Guerra Fría, la embajada estadounidense en Santo Domingo era una de las mayores (en personal y presupuesto) del mundo, cuyos jefes de misión eran competentes diplomáticos de carrera.
Desde entonces no había escuchado un discurso ante la Cámara Americana de Comercio tan realista, enfocado y esperanzador como el de ayer por Leah F. Campos. La descabezada embajada gringa se había convertido en un incordio cuando no un penoso hazmerreír antidiplomático, fuente de acusaciones sin base de esclavitud, inexistentes o exageradas denuncias de violaciones de derechos humanos, presiones indebidas para haitianizar el país o imponer inadecuadamente una agenda gay.
No en vano la embajadora anunció que no permitirá que intereses particulares instrumentalicen la influencia de su país para incordiar al nuestro y que su primera visita a una empresa será a Central Romana, principal proveedor de azúcar de Estados Unidos.
A diferencia de antecesores ciegos ante las enormes coincidencias de los valores, tradiciones e intereses de ambos países, Campos recordó que nuestros pueblos comparten la fe cristiana, la soberanía democrática y el anhelo de perfeccionar el Estado de derecho.
También reivindicó que los dominicanos rehusemos que la pasada administración Biden pretendiera que seamos un campamento de inmigrantes ilegales haitianos o refugiados, al argumentar que su país rechaza inmigrantes indocumentados sin interés en asumir su legalidad y valores.
Reforzar de manera recíprocamente provechosa la hasta hace poco desdeñada amistad tradicional dominico-estadounidense es un excelente propósito que merece entusiasta y constructivo apoyo.