Con expresiones tales como “El pueblo agoniza en un gigantesco ‘sepulcro’”; la historia se cierra “. . .como un océano entero en tempestad contra una barca”; y “Ya no se puede contemplar la belleza sin escuchar el dolor de la herida”, entre otra frases poéticas conmovedoras, indica, indudablemente, que estamos en presencia de un sacerdote que es poeta, como Benjamín González Buelta.
Y no creemos que el cura quiera presumir de poeta; antes bien, sus versos salen a raudales, con una poesía construida principalmente a base de estructuras paralelas, analogías, ironía, paradojas, símil, metáforas e imágenes audaces y originales.
El flujo poético emana vivo de su interior.
No hay esa página de su libro donde no vibre su lira. Es una poesía de dolor, la suya, vivida desde el mismo centro de la indigencia, de la pobreza extrema, entre las cuales se mueve en su labor misionera. “Tanto dolor y tanta vida no caben en rituales mecánicamente repetidos” (p. 27), frase en la cual apunta su rechazo a las celebraciones litúrgicas que se realizan de forma hueca, en tanto millones de marginados ven sacrificarse su aliento vital (¿o de muerte?) en estructuras sociales injustas.
Jamás podrá haber progreso, o modernidad– conceptos tan anacrónicos como sonoros, lo mismo, escarnecedores — en medio y alrededor de grandes cordones de miseria.
Quienes así lo pregonen y lo cantaleteen con frecuencia no hacen sino reprimir con su burla e insensibilidad de espaldas a la realidad de la vida.
El cura realiza su misión pastoral inspirado en las acciones y palabras de profetas comprometidos con la suerte calamitosa del pueblo de Israel, tales, Jeremías, Amós, Oseas, Ezequiel, Habacuc y otros, en el sentido de que el hombre, en el fondo, es el mismo en toda época y cultura, con toda su pobreza y dolores; unos, los más, con grandes privaciones existenciales; y los otros, siempre los menos, con grandes riquezas materiales, es cierto, pero con miserias espirituales por lo visto irredimibles.
“Los rostros que encontramos aquí”, sostiene el autor, “son más desafiantes para el contemplativo que las imágenes, y los hombres consumidos son más cuestionadores que las estatuas yacentes de los sepulcros” (pp. 14-15).
Y yuxtapone de forma igual de sobrecogedora elementos estéticos de la cultura universal a los que encuentra de manera plástica en la palpitante vida de los callejones de Guachupita: “Los ángeles de los capiteles son mudos ante estos niños que te siguen con la mirada” (Ibíd.).
Creemos que con su labor pastoral, González Buelta y los demás misioneros que como él han preferido trabajar en el seno de la marginalidad en Guachupita, Gualey, Los Guandules, La Ciénaga y demás lugares similares a lo largo de nuestra geografía, puede que hayan trascendido y superado, en términos profundamente espirituales, a los que se codean con el brillo cesáreo, y hacen vida entre dilatados flashes y alfombras rojas.