Si echamos una mirada a nuestro alrededor, sería muy difícil no reconocer que vivimos en pleno apogeo de la mediocridad, en una especie de somnoliente presentismo en el que cuenta más el “parecer” que el “ser”, secuencia inequívoca de la definitiva supremacía de la imagen sobre la esencia y el concepto de las cosas, lo cual le da justificación inmediata a la falta de disimulo del ya habitual, y siempre burdo, exhibicionismo.
Pero, lo curioso es que la apariencia como resultado del medro no siempre significa prestigio ni credibilidad. Son tiempos bizarros de los que brotan, por generación espontánea, políticos de escasa musculatura intelectual, con discursos cortoplacistas, frívolos y carentes de matices que precisan de titulares cotidianos para existir.
Resulta que casi nadie se acuerda de su propia historia y, en su pendiente, con su conciencia en modo “mute”, la sociedad camina apresurada por las sendas de la abundancia fugaz y del disfrute instantáneo, que es, por lo visto, lo que nutre la admiración de los pueblos en el mundo de hoy día.
Olvidamos, por igual, que cuando no nos interesa darnos cuenta de que vivir nada más para el momento, sin pensar en lo que hemos sido ni en lo que nos espera, no solo nos alejamos de nuestro deber ciudadano, sino que es justo el momento cuando los ciudadanos dejamos de serlo para convertimos en simples consumidores. Muchas veces pienso que, si existimos solo por una vez esta vida, cómo es posible no hacer de ella un paseo digno y decente guiado por los principios de la rectitud.
Pero sé que no es posible, porque, en el estado actual de mi vida, en el que precisamente me encuentro—, he llegado a conocer hasta qué punto pueden ser miserables los seres humanos. Y, si es por los patrones de la geopolítica, estaremos bien jodidos si nos agarran mal confesados, pues el mundo que conocemos no solo es un maquiavélico adversario, sino, también, uno muy poderoso.
Y, como son las cosas, a ese mundo —que, dicho sea de paso, se nos tira encima con mandíbulas de tiburón y no con buenas intenciones— da la casualidad que nuestra ecología política, que ni hace ni deja hacer, lo tiene como una de sus especies protegidas. ¿Alguna sorpresa?
A pesar de estos tiempos confusos, tóxicos y tramposos, no todo está perdido; la verdad y el decoro aún pueden ser encontrados en los más insospechados y oscuros rincones.
Bien lo sabe mi lado loco y poeta que sueña a veces despertando en algún lugar brujo del universo que me reconcilia en cada viaje con la especie humana, no importan los canallas amargados que necesitan de una calamidad para su pueblo a cada instante, como si, enloquecidos, quisieran ser lo que hasta ellos mismos detestan ser: demonios que, al fin y al cabo, tendrán sujetos que tentar. Y, ojalá, sea a todos aquellos que —desde hace ya tiempo— sienten sobre su piel el calor cercano de la hoguera…
Sea como fuere, tiempos interesantes son, ideales para la urdimbre, para la prospectiva audaz e inteligente. Son la coyuntura perfecta para que el discurso llegue a seducir, a convencer. Y a lo mejor despertamos de un enojoso letargo; y, tal vez, logremos sacudir una realidad que nos tiene desde siempre encañonados a traición a la manera de un vulgar atraco callejero.
Y cuando queda la fuerza de las convicciones y la conciencia de la obligación de luchar por ellas, qué mejor regalo que ver llenarse de oprobio a los embusteros de siempre, a los ladrones, a los violadores de leyes y a los traidores de la república.