Una de las más hermosas contribuciones que he recibido para esta columna, es la historia de una niña que llegó a su casa muy tarde para la cena.
Su padre, nervioso, la increpó y le pidió explicaciones sobre su tardanza, mientras su madre intentaba calmarle.
La niña respondió que se había demorado porque estaba ayudando a su amiguita Luisa, a quien se le rompió su bicicleta en una caída.
“¿Y desde cuándo sabes tú arreglar bicicletas?”, le preguntó el papá.
“¡Yo no sé arreglar bicicletas!”, dijo la niña; “yo solo estaba ayudándola a llorar”.
Ahí termina el cuento. Pero ahora comienza la reflexión: sufrir la pérdida de ciertas cosas es inherente a la vida del ser humano.
Muchas veces las cosas que perdemos o que se rompen en nuestra vida son irreemplazables y no podemos repararlas. Y mucho menos esperamos que otros lo hagan por nosotros.
Pero la gente que nos quiere puede ayudarnos a soportar mejor las consecuencias de las pérdidas. Una palabra afectuosa, un consejo, una frase de aliento o alguien que llore con nosotros nuestra pena, pueden mitigar sustancialmente el dolor.
Y lo importante es que no se trate de un compadecimiento, sino que se sufra de veras un poco, junto a nosotros, nuestra pena.
Seguramente quien haga esto estará en nuestro corazón coronado con el título más importante que una persona puede recibir: el ser considerado un amigo de verdad.