Así lo veo yo
Como no puedo cambiar mi manera de ser, me es imposible quedarme como simple “voyeur” sin meterme en problemas y, casi con seguridad, meter -también- la pata.
No siempre tiene un gobierno el privilegio de demostrar grandeza en situaciones de vida o muerte como cuando está en riesgo la soberanía de su pueblo, su fuero y el cuido celoso de su frontera.
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Y, para una vez que podría hacerlo, el nuestro nos sale mezquino y con una calculadora en el bolsillo. Incapaz, además, de desechar -esgrima dialéctica en mano- la peor de las políticas en su indefinición.
Ante una peligrosa y recia embestida dirigida contra los fundamentos de la República, se le supone al gobierno la obligación inquebrantable de tomar decisiones para defender con gallardía la dignidad de sus gobernados, patrimonio intocable al que no se puede renunciar jamás.
Pero sucede que tenemos un Presidente insólito que luce indeciso, temeroso, como si estuviera mirando repetidamente hacia uno y a otro lado antes de hacer algo que pudiera galvanizar la sociedad que representa y no se atreve.
Claro que me fastidia todavía el bochorno espantoso por el aluvión de “bullshit” que nos ha caído encima por culpa de un Jefe de Estado que parece dedicarse tranquilamente al arte mágico de la levitación, pero que se mueve sigiloso en dirección de los vientos glaciares que llegan del polo norte; aun así, puede percibirse su firme determinación de convertir al Palacio en un panteón de sueños colectivos.
Fascinado -talvez- por vértigos mesiánicos que lo han envuelto en un narcisismo incoloro, lo veo volcado en restañar una reputación definitivamente abollada más que de cumplir con los ciudadanos; y como no ha sabido renovar sus propias fantasías, el primer mandatario termina enroscado en una modorra escapista incalificable que lo ha dejado -dicho en buen castellano- completamente en pelotas.
Y al ser testigo de semejante despropósito deduzco que también se trata de encarnar el mejor papel colocándose, inmóvil, donde el capitán lo vea.
¡Diablos!, quizás es el momento justo de parafrasear a Bergamín: “hemos llegado al precipicio, de acuerdo, ni un paso más caballeros”.
Pero la fetidez de la epidemia que nos arropa no es tanto por aquellos que, sin descanso, le hacen daño una y otra vez, sino más bien por todos nosotros que preferimos sentarnos a contemplar lo que sucede, en vez de evitar lo que parece inevitable.
Y esa es una absurda y sucia manera de ejercernos violencia contra nosotros mismos, violencia que se vuelve diabólica en la agresión misma y es canalla por la traición a toda la historia y fundamentos de nuestro país que -por desgracia- se revela indefenso como no lo estuvo jamás.
Pienso que lo más indecente y abyecto que podemos hacer como pueblo es dar indulgencia a una política de doble juego que evidencia ominosos propósitos de satisfacer fines bastardos. Comencemos, pues -de una vez y por todas-, por no destripar la Constitución, por respetar sin trampas a nuestros tribunales y a no invocar -nunca más- a la solidaridad y a la permisividad para disimular el miedo.
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